EL INSOMNE FUNCIONARIO 1ª PARTE
La bala que
atravesó el honrado pecho de mi padre hizo trizas un avispero asentado en una
viga del granero. Enloquecidas arremetieron contra la turbamulta que se
dispersó sin concierto por los campos. En el suelo quedaron las banderas
revolucionarias, la razón y la justicia. El rojo de la sangre paterna derramada
empapaba la tierra; esa tierra deseada, motivo de la algarada jornalera. Sudor
y sangre, precio del pan y la sal, del pico que horadaba la cueva, vivienda
obrera en los cabezos. El aguardiente al alba en la taberna que encorajinaban el
espíritu oprimido. Las venas como sarmientos, atenazando la hoz afilada para la
siega y la bandera rojinegra en los mítines dominicales. Todo salía de la
tierra, brotaba visceralmente: pasión, odio, ira, incluso el amor.
Mí recién
nacido dolor al escuchar las últimas palabras:
“Olvidar
para vivir sin rencor”
Y el
silencio omnipresente de la muerte se asentó para quedarse a vivir dentro de
mis doce años.
Ahora,
veinte años más tarde, aquellos aguerridos jornaleros revolucionarios eran
nombrados en voz baja en las frescas noches de verano. Fusilados, acallados por
palizas sin termino, exiliados; eran sombras que solo vivían en el acervo
popular.
A mis
treinta y dos años trabajaba en el ayuntamiento como encargado del patrón.
Padecía de insomnio contumaz y de un relajo agrario indiferente. No dormía a la
noche, no pegaba ojo. Solamente, en los sofás del casino, tras la comida,
lograba conciliar veinte minutos de duermevela. El resto del día era trabajar,
deambular, leer la prensa, y tener presente los ritos y costumbres de las
estaciones.
Tener la
llave de la biblioteca a mi alcance me permitía en las noches invernales
refugiarme del frío. Atizaba los rescoldos del chubesqui, añadía unos carbones,
disponiéndome a repasar la prensa.
Había guerra
en Europa. A Hitler no le iban las cosas nada bien. Le estaban dando duro en Rusia
y en el norte de África. Monty le estaba zurrando la badana a Rommel que se
batía en retirada. El invierno ruso era intratable con unas fuerzas carentes de
intendencia, combustible; tropas que día a día perdían el ímpetu guerrero de
los primeros lances de la guerra.
Al acabar la
partida del casino, partida en la que participaba como mero espectador, gustaba
de observar al encargado recoger y preparar la cafetera para el día siguiente.
Apreciaba el silencio en el gran salón de divanes granates. El agarrado aroma
de puros y farias, tabaco de picadura, tagarninas perreras, incluso como matiz
exótico, el tabaco de pipa holandés de Don Gilberto, médico local.
El hecho de
mi desgracia, el aurea de mi insomnio perenne, me dotaba de un salvoconducto
para mis humildes extravagancias.
En un
despropósito de propiedad ajena, gozaba de la particularidad de poseer las
llaves de la iglesia y el ayuntamiento.
En verano
usaba la torre de la iglesia como atalaya desde la que divisar el amanecer
sobre los campos. Divisar el polvo de los rebaños. Los primeros carros que
salían en dirección a los huertos. Los obreros en bicicleta hacia la azucarera.
Cuando el
pueblo se ponía en marcha, me dirigía a casa, me lavaba y afeitaba, cambiaba de
ropa, y fresco, me dirigía a tomar un café.
Luego, a
trabajar en el ayuntamiento, hasta el mediodía. Comida en la pensión. Siesta en
el casino. Y vuelta a empezar.
Tras el
luctuoso asesinato de mi padre, administrador del Marques, mi madre se apagó hasta
fenecer como una polilla quemada por la luz de la desgracia.
Siendo hijo
único, rechace la ayuda de familiares lejanos, para instalarme en una libertad
solitaria. El marqués, que sobrevivió de milagro a la persecución de la
nobleza, se encargó de mi educación. Carrera universitaria podía haber cursado.
Pero mi adhesión al terruño ganó la partida. Curse contabilidad, cálculo y
administración pública en Zaragoza para, acabados con aprobado raso, tomar
posesión del cargo en el ayuntamiento. Al poco murió mi madre. Una vecina, Eulalia, se
ocupaba de la casa. Poca cosa: lavar la ropa, hacer la cama, quitar el polvo, dejarme algo de pan y embutido en la despensa…
Mi vida estaba organizada alrededor del trabajo, los bares y el casino; carente
de amigos, pero requerido en casi todas las agarradas dialécticas hijas del
vino.
En invierno,
como sarmiento seco, me envolvía en un abrigo negro hasta los tobillos. El
medico de los pobres, me llamaban a mis espaldas. Enjuto por naturaleza, comía
por exigencia, que no por gusto. Y siempre delicadas delicias de taberna y
pensión. Croquetas y albóndigas, tortillas de ajos tiernos con gambas, callos,
sepia o calamares a la romana. Setas de cardo a la brasa en otoño. Capones de
corral, cabrito en caldereta, jarretes con alcachofas. Poco, pero abocado a la
boca, morro puta, que dicen por estos lares.
Entre el
sueldo y la administración por parte de un primo de unos corros de huerta,
podía pagar holgadamente mi deambular diario.
Aunque
acudía los domingos al baile, mi posición en la barra era invariable. Trajeado,
con un clavel reventón en la solapa, bien rasurado, pasaba la sesión acodado en
la barra tomando cubalibres de ron.
Tenía un
aguante hecho por la costumbre. Del vermú al cierre del casino, podía trasegar
ingentes dosis de alcohol. En el cine daba un descanso al hígado, aunque
gustaba de tomar una cerveza en el intermedio.
Mis días se
vestían en silencio con el ropaje de la decepción. Los secretos de cada
lugareño eran descuartizados sin piedad, no había filosofía ni psicología en el
cuchillo cabritero, solo inquina y recochineo a flor de piel. Los asuntos de
cuernos, lindes de tierras (en eso pedían mi intervención catastral) embarazos
en noviazgos turbulentos, disidentes del régimen, faltos de adhesión al
Movimiento Nacional. Con cuidado para que los posibles confidentes,
afortunadamente descubiertos, no pudieran denunciar a las autoridades. El
círculo despellejaba, pero no llegaba a la cruda denuncia. Era fácil destruir
una vida. Una familia pendía de cuatro palabras dichas en el oído inapropiado.
Eran aún los
tiempos en que un falangista victorioso pedía con total desfachatez un vaso de
agua a la viuda de un republicano fusilado. Viudas que servían por pura
supervivencia en casa de terratenientes implicados en la confección de listas
de depuración. Que eran sometidas a tocamientos y sobeos en cuadras y graneros.
Eso si no llegaba el asunto a la cruel violación diaria, el embarazo no
deseado, y la diáspora a la capital a entregarse a la prostitución. Con suerte
podían ser elevadas a la categoría de queridas con piso puesto en la ciudad.
Aquellas
viudas sin derecho al luto. Sin derecho a poner unas flores en una tumba
reconocida. Sin Dios al que orar una esperanza.
Algunas
habían sido rapadas al cero. Obligadas a la fuerza a ingerir aceite de ricino.
Paseadas por las calles del pueblo en carros por falangistas borrachos.
Algo me unía
a esos espectros que me encontraba en horas de poco tránsito por calles vacías
de vida. Quizá fuera un sentimiento de orfandad. Un callo supurando pus en el
corazón. Habíamos sido desposeídos de presencias queridas. Mi padre, sus
maridos, hermanos, padres, habían sido barridos por un viento asesino, ávido de
sangre y venganza.
El poder de
las grandes masas sindicales, el temor de los propietarios, la alpargata y la
fiambrera, el haiga y el barbero en casa a primera hora. Mundos opuestos pero
ubicados en la misma insana naturaleza. Ese galgo abandonado y lleno de
mataduras de sarna que ha sido siempre España.
La valentía
siempre emborronada por la fanfarronería y el exabrupto. El ideal manchado por
las viscerales ansias de aniquilamiento del contrario. La piel de toro
curtiéndose al sol, llena de moscas y tábanos, con la que queremos vestirnos de
gloria y libre albedrío. Una inmensa farsa que recorrió como tormenta de verano
el espíritu urbano y agrario de nuestro analfabeto pueblo. Venía un "fairero" (miembro de la Federación Anarquista Ibérica) en
una moto, aparcaba en la Casa del Pueblo, enseñaba la pistola al cinto, se
subía a una mesa, daba unos gritos libertarios:
“La tierra
para el que la trabaja. Ocupación de fincas. Acción directa en la reforma
agraria. Viva el comunismo libertario”.
Bastaba esta
arenga para arrastrar a una masa jornalera a dirigirse a la dehesa de un conde
o marques a reclamar la tierra. Incluso alguna caballería con su arado
comenzaba a roturar la sarda entre los aplausos de la enfervorecida turba.
Al poco
llegaba la guardia civil a caballo, sable en mano, y se dispersaba el gentío.
A veces
había tiros. Heridos. Muertos.
Los sucesos
de Castilblanco (Badajoz) el 31 de diciembre de 1931 entre unos campesinos de
la localidad y la guardia civil acabó con el linchamiento de cuatro
miembros de ese cuerpo. Fue el inicio de una “semana trágica” en el primer
bienio de la Segunda República. Épila, domingo 3 de enero, 1932. Una
concentración en la plaza del ayuntamiento en apoyo de los obreros de la
fábrica azucarera, apoyada por los jornaleros agrarios que no salieron a faenar
al campo y cerraron algunos establecimientos. La manifestación fue sofocada con
extrema violencia por parte de la guardia civil que entró a saco por tres
calles distintas con el resultado de dos obreros muertos.
La República en pañales se contraía en una
perpetua contradicción. Las promesas de la reforma agraria no se llevaban a
cabo y los sin tierra se levantaban por toda la geografía rural.
La guerra
civil y la represión posterior, dieron al traste con todas las ilusiones de los
campesinos descamisados, obreros fabriles, intelectuales concienciados,
maestros socialistas republicanos y toda aspiración progresista. El viento
ultra católico nacionalista barrió hacia el medievo las aspiraciones de
modernidad.
Una
oscuridad se instaló al margen de los candiles que alumbraron sueños de
racionalismo y pedagogía democrática.
Había que
vivir. Celebrar la salida del sol y encaminar los pasos hacia la rutinaria
existencia. Un café con leche con churros, una copita de Machaquito, y encender
el primer cigarrillo expulsando el humo acompañado de la ilusión que moría
apenas nacida.
Que no
hubiera amor a la vista, no tenía nada que ver con el frenesí de mis jóvenes
carnes. Insomne fantasma de las calles, respetado, con fama de saber guardar
secretos, tuve acceso a más de alguna alcoba. No me importaba dejar el
contenido de la cartera en aquellas mesillas desnudas de esperanza. Novios en
Francia vendimiando. Maridos cumpliendo largas condenas. La carne blanca oculta
se abría al placer con un abanico de misterio siempre placentero. Era el
errante ambulante sufriente que apenas dormía. El eterno huérfano que agradecía
el pecho generoso donde refugiarse unas horas de la inclemente noche. Joder con
el latido de la lluvia en el tejado, el cierzo ululante que se colaba por la
chimenea sacando ojos de gato a las brasas. La jodienda que espantaba el tedio
y la rutina. Aquella leche fresca en la ventana al clarear el día. El sereno
alguacil cómplice al que invitar a tabaco y aguardiente en la tasca. Mi epopeya
y odisea de barro y ceniza de los braseros. Mi paraíso en el infierno fascista.
Mis movimientos en el Movimiento Nacional que me daba respeto y salario. Un
cómputo positivo que paliaba la desgracia. Unas gotas de morfina en un dolor
atemperado por la costumbre. Domado por el látigo de siete días y cuatro
estaciones.
Nadie podía
penetrar en mi verdadero hastío. Había construido una máscara de indiferencia
que era impenetrable al ojo escrutador de un pueblo intrigado.
Pasaban los
años. Abrían nuevos bares y cafés. Celebrábamos los habituales tener otro
abrevadero donde apoyar el codo, alzarlo con gozoso brío, copa en mano. Olor a
pintura nueva, vasos de diseño, marcas de cerveza, vermús italianos. Alguna
radio con antena en el tejado que, en las horas de fresca veraniega, permitía
escuchar música caribeña, latinoamericana. La familia cenaba en la terraza,
invitando siempre a un pequeño ágape de comprobación del arte de las marmitas. La
noche armonizada por los grillos se deslizaba por la pendiente hacia el pronto
amanecer.
Pero por
mucho que pinte mi situación como idílica, la realidad de la nación era muy
diferente. Los años 40 fueron los años del hambre. La regresión económica
marcada por el hundimiento de la producción agrícola y el desarrollo
industrial. El mercado negro y el estraperlo campaban por doquier, marcando la
pauta de la diferencia entre los que comían y mal comían, si es que llegaban a
comer. La Segunda Guerra Mundial trajo consigo un aislamiento del país en el panorama internacional que
se mantendría vigente hasta los primeros años de la década de los cincuenta. A
pesar de los intentos de Franco por enmendar la imagen fascista de su régimen
buscando en todo momento el auspicio
de la iglesia católica.
Los
automóviles que circulaban desde hacía años en nuestros vecinos europeos, aquí
eran sustituidos por burros y mulos. Algún coche de postín se veía en la puerta
de casonas de condes, terratenientes locales o la iglesia en fiestas patronales.
Tractores de procedencia soviética, pecios de guerra abandonados en los
derrotados frentes, roturaban las sardas abriendo la tierra para recibir el
grano de cereal. Ruedas de hierro que al empuje de motores de gasolina
arrancaban arcanos romeros, tomillos, ontinas, ginebras, todo el arbustal era
quemado por jornaleros en piras con aroma a progreso. El vino menestral
artesanal era agrupado en cooperativas agrícolas. Las huertas se poblaban de
frutales. La remolacha resistía el empuje, pero los precios caían. La
azucarera, coloso antaño poderoso, se vería obligada a cerrar.
Trabajo,
barra de bar, paseos, lecturas de prensa y libros. Citas clandestinas al canto
de la lechuza. Amaneceres rojos de aguardiente y esputo tabacoso. Aquellos
zapatos huérfanos en los armarios de las ocasionales amantes. Negros y viejos,
reprochándome mi furtiva mirada. Mientras la mujer orinaba en el corral; me
sorprendía la atracción del espejo del armario. Mi enjuto cuerpo desnudo y mi
verga recién saciada, colgante como cría de raposa ahorcada. Abría el armario y
contemplaba con tristeza las escasas pertenencias. Los vestidos de fiesta
prohibidos. El traje de boda del fusilado o exiliado. Los zapatos. Aquellos
zapatos que no darían más pasos de baile en fiestas. No asistirían a bodas,
bautizos, funerales. Zapatos fantasmales. Algunos con unos calcetines negros
que como comadrejas se agazapaban en su interior, esquivando, tratando de
esquivar a una muerte cierta. Pero la muerte, aquella muerte sin juicio ni
enfermedad, era de alpargata, en alpargatas, o carente de calzado. A pies
desnudos sobre la querida e hija de puta tierra. Así se recibían las balas en
mi patria. Las balas a bocajarro, las balas de la aniquilación del contrario. A
pies juntos y descalzos.
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