EL INSOMNE FUNCIONARIO 1ª PARTE







             


               EL INSOMNE FUNCIONARIO
                                                                                             Manuel Sáenz




                                    
                                 


La bala que atravesó el honrado pecho de mi padre hizo trizas un avispero asentado en una viga del granero. Enloquecidas arremetieron contra la turbamulta que se dispersó sin concierto por los campos. En el suelo quedaron las banderas revolucionarias, la razón y la justicia. El rojo de la sangre paterna derramada empapaba la tierra; esa tierra deseada, motivo de la algarada jornalera. Sudor y sangre, precio del pan y la sal, del pico que horadaba la cueva, vivienda obrera en los cabezos. El aguardiente al alba en la taberna que encorajinaban el espíritu oprimido. Las venas como sarmientos, atenazando la hoz afilada para la siega y la bandera rojinegra en los mítines dominicales. Todo salía de la tierra, brotaba visceralmente: pasión, odio, ira, incluso el amor.
Mí recién nacido dolor al escuchar las últimas palabras:
“Olvidar para vivir sin rencor”
Y el silencio omnipresente de la muerte se asentó para quedarse a vivir dentro de mis doce años.
Ahora, veinte años más tarde, aquellos aguerridos jornaleros revolucionarios eran nombrados en voz baja en las frescas noches de verano. Fusilados, acallados por palizas sin termino, exiliados; eran sombras que solo vivían en el acervo popular.
A mis treinta y dos años trabajaba en el ayuntamiento como encargado del patrón. Padecía de insomnio contumaz y de un relajo agrario indiferente. No dormía a la noche, no pegaba ojo. Solamente, en los sofás del casino, tras la comida, lograba conciliar veinte minutos de duermevela. El resto del día era trabajar, deambular, leer la prensa, y tener presente los ritos y costumbres de las estaciones.
Tener la llave de la biblioteca a mi alcance me permitía en las noches invernales refugiarme del frío. Atizaba los rescoldos del chubesqui, añadía unos carbones, disponiéndome a repasar la prensa.  
Había guerra en Europa. A Hitler no le iban las cosas nada bien. Le estaban dando duro en Rusia y en el norte de África. Monty le estaba zurrando la badana a Rommel que se batía en retirada. El invierno ruso era intratable con unas fuerzas carentes de intendencia, combustible; tropas que día a día perdían el ímpetu guerrero de los primeros lances de la guerra.
Al acabar la partida del casino, partida en la que participaba como mero espectador, gustaba de observar al encargado recoger y preparar la cafetera para el día siguiente. Apreciaba el silencio en el gran salón de divanes granates. El agarrado aroma de puros y farias, tabaco de picadura, tagarninas perreras, incluso como matiz exótico, el tabaco de pipa holandés de Don Gilberto, médico local.
El hecho de mi desgracia, el aurea de mi insomnio perenne, me dotaba de un salvoconducto para mis humildes extravagancias.
En un despropósito de propiedad ajena, gozaba de la particularidad de poseer las llaves de la iglesia y el ayuntamiento.
En verano usaba la torre de la iglesia como atalaya desde la que divisar el amanecer sobre los campos. Divisar el polvo de los rebaños. Los primeros carros que salían en dirección a los huertos. Los obreros en bicicleta hacia la azucarera.
Cuando el pueblo se ponía en marcha, me dirigía a casa, me lavaba y afeitaba, cambiaba de ropa, y fresco, me dirigía a tomar un café.
Luego, a trabajar en el ayuntamiento, hasta el mediodía. Comida en la pensión. Siesta en el casino. Y vuelta a empezar.
Tras el luctuoso asesinato de mi padre, administrador del Marques, mi madre se apagó hasta fenecer como una polilla quemada por la luz de la desgracia.
Siendo hijo único, rechace la ayuda de familiares lejanos, para instalarme en una libertad solitaria. El marqués, que sobrevivió de milagro a la persecución de la nobleza, se encargó de mi educación. Carrera universitaria podía haber cursado. Pero mi adhesión al terruño ganó la partida. Curse contabilidad, cálculo y administración pública en Zaragoza para, acabados con aprobado raso, tomar posesión del cargo en el ayuntamiento. Al poco murió mi madre. Una vecina, Eulalia, se ocupaba de la casa. Poca cosa: lavar la ropa, hacer la cama, quitar el polvo, dejarme algo de pan y embutido en la despensa… Mi vida estaba organizada alrededor del trabajo, los bares y el casino; carente de amigos, pero requerido en casi todas las agarradas dialécticas hijas del vino.
En invierno, como sarmiento seco, me envolvía en un abrigo negro hasta los tobillos. El medico de los pobres, me llamaban a mis espaldas. Enjuto por naturaleza, comía por exigencia, que no por gusto. Y siempre delicadas delicias de taberna y pensión. Croquetas y albóndigas, tortillas de ajos tiernos con gambas, callos, sepia o calamares a la romana. Setas de cardo a la brasa en otoño. Capones de corral, cabrito en caldereta, jarretes con alcachofas. Poco, pero abocado a la boca, morro puta, que dicen por estos lares.
Entre el sueldo y la administración por parte de un primo de unos corros de huerta, podía pagar holgadamente mi deambular diario.
Aunque acudía los domingos al baile, mi posición en la barra era invariable. Trajeado, con un clavel reventón en la solapa, bien rasurado, pasaba la sesión acodado en la barra tomando cubalibres de ron.
Tenía un aguante hecho por la costumbre. Del vermú al cierre del casino, podía trasegar ingentes dosis de alcohol. En el cine daba un descanso al hígado, aunque gustaba de tomar una cerveza en el intermedio.
Mis días se vestían en silencio con el ropaje de la decepción. Los secretos de cada lugareño eran descuartizados sin piedad, no había filosofía ni psicología en el cuchillo cabritero, solo inquina y recochineo a flor de piel. Los asuntos de cuernos, lindes de tierras (en eso pedían mi intervención catastral) embarazos en noviazgos turbulentos, disidentes del régimen, faltos de adhesión al Movimiento Nacional. Con cuidado para que los posibles confidentes, afortunadamente descubiertos, no pudieran denunciar a las autoridades. El círculo despellejaba, pero no llegaba a la cruda denuncia. Era fácil destruir una vida. Una familia pendía de cuatro palabras dichas en el oído inapropiado.
Eran aún los tiempos en que un falangista victorioso pedía con total desfachatez un vaso de agua a la viuda de un republicano fusilado. Viudas que servían por pura supervivencia en casa de terratenientes implicados en la confección de listas de depuración. Que eran sometidas a tocamientos y sobeos en cuadras y graneros. Eso si no llegaba el asunto a la cruel violación diaria, el embarazo no deseado, y la diáspora a la capital a entregarse a la prostitución. Con suerte podían ser elevadas a la categoría de queridas con piso puesto en la ciudad.
Aquellas viudas sin derecho al luto. Sin derecho a poner unas flores en una tumba reconocida. Sin Dios al que orar una esperanza.
Algunas habían sido rapadas al cero. Obligadas a la fuerza a ingerir aceite de ricino. Paseadas por las calles del pueblo en carros por falangistas borrachos.
Algo me unía a esos espectros que me encontraba en horas de poco tránsito por calles vacías de vida. Quizá fuera un sentimiento de orfandad. Un callo supurando pus en el corazón. Habíamos sido desposeídos de presencias queridas. Mi padre, sus maridos, hermanos, padres, habían sido barridos por un viento asesino, ávido de sangre y venganza.
El poder de las grandes masas sindicales, el temor de los propietarios, la alpargata y la fiambrera, el haiga y el barbero en casa a primera hora. Mundos opuestos pero ubicados en la misma insana naturaleza. Ese galgo abandonado y lleno de mataduras de sarna que ha sido siempre España.
La valentía siempre emborronada por la fanfarronería y el exabrupto. El ideal manchado por las viscerales ansias de aniquilamiento del contrario. La piel de toro curtiéndose al sol, llena de moscas y tábanos, con la que queremos vestirnos de gloria y libre albedrío. Una inmensa farsa que recorrió como tormenta de verano el espíritu urbano y agrario de nuestro analfabeto pueblo. Venía un "fairero" (miembro de la Federación Anarquista Ibérica) en una moto, aparcaba en la Casa del Pueblo, enseñaba la pistola al cinto, se subía a una mesa, daba unos gritos libertarios:
“La tierra para el que la trabaja. Ocupación de fincas. Acción directa en la reforma agraria. Viva el comunismo libertario”.
Bastaba esta arenga para arrastrar a una masa jornalera a dirigirse a la dehesa de un conde o marques a reclamar la tierra. Incluso alguna caballería con su arado comenzaba a roturar la sarda entre los aplausos de la enfervorecida turba.
Al poco llegaba la guardia civil a caballo, sable en mano, y se dispersaba el gentío.
A veces había tiros. Heridos. Muertos.
Los sucesos de Castilblanco (Badajoz) el 31 de diciembre de 1931 entre unos campesinos de la localidad y la guardia civil  acabó con el linchamiento de cuatro miembros de ese cuerpo. Fue el inicio de una “semana trágica” en el primer bienio de la Segunda República. Épila, domingo 3 de enero, 1932. Una concentración en la plaza del ayuntamiento en apoyo de los obreros de la fábrica azucarera, apoyada por los jornaleros agrarios que no salieron a faenar al campo y cerraron algunos establecimientos. La manifestación fue sofocada con extrema violencia por parte de la guardia civil que entró a saco por tres calles distintas con el resultado de dos obreros muertos.
 La República en pañales se contraía en una perpetua contradicción. Las promesas de la reforma agraria no se llevaban a cabo y los sin tierra se levantaban por toda la geografía rural.
La guerra civil y la represión posterior, dieron al traste con todas las ilusiones de los campesinos descamisados, obreros fabriles, intelectuales concienciados, maestros socialistas republicanos y toda aspiración progresista. El viento ultra católico nacionalista barrió hacia el medievo las aspiraciones de modernidad.
Una oscuridad se instaló al margen de los candiles que alumbraron sueños de racionalismo y pedagogía democrática.
Había que vivir. Celebrar la salida del sol y encaminar los pasos hacia la rutinaria existencia. Un café con leche con churros, una copita de Machaquito, y encender el primer cigarrillo expulsando el humo acompañado de la ilusión que moría apenas nacida.
Que no hubiera amor a la vista, no tenía nada que ver con el frenesí de mis jóvenes carnes. Insomne fantasma de las calles, respetado, con fama de saber guardar secretos, tuve acceso a más de alguna alcoba. No me importaba dejar el contenido de la cartera en aquellas mesillas desnudas de esperanza. Novios en Francia vendimiando. Maridos cumpliendo largas condenas. La carne blanca oculta se abría al placer con un abanico de misterio siempre placentero. Era el errante ambulante sufriente que apenas dormía. El eterno huérfano que agradecía el pecho generoso donde refugiarse unas horas de la inclemente noche. Joder con el latido de la lluvia en el tejado, el cierzo ululante que se colaba por la chimenea sacando ojos de gato a las brasas. La jodienda que espantaba el tedio y la rutina. Aquella leche fresca en la ventana al clarear el día. El sereno alguacil cómplice al que invitar a tabaco y aguardiente en la tasca. Mi epopeya y odisea de barro y ceniza de los braseros. Mi paraíso en el infierno fascista. Mis movimientos en el Movimiento Nacional que me daba respeto y salario. Un cómputo positivo que paliaba la desgracia. Unas gotas de morfina en un dolor atemperado por la costumbre. Domado por el látigo de siete días y cuatro estaciones.
Nadie podía penetrar en mi verdadero hastío. Había construido una máscara de indiferencia que era impenetrable al ojo escrutador de un pueblo intrigado.
Pasaban los años. Abrían nuevos bares y cafés. Celebrábamos los habituales tener otro abrevadero donde apoyar el codo, alzarlo con gozoso brío, copa en mano. Olor a pintura nueva, vasos de diseño, marcas de cerveza, vermús italianos. Alguna radio con antena en el tejado que, en las horas de fresca veraniega, permitía escuchar música caribeña, latinoamericana. La familia cenaba en la terraza, invitando siempre a un pequeño ágape de comprobación del arte de las marmitas. La noche armonizada por los grillos se deslizaba por la pendiente hacia el pronto amanecer.
Pero por mucho que pinte mi situación como idílica, la realidad de la nación era muy diferente. Los años 40 fueron los años del hambre. La regresión económica marcada por el hundimiento de la producción agrícola y el desarrollo industrial. El mercado negro y el estraperlo campaban por doquier, marcando la pauta de la diferencia entre los que comían y mal comían, si es que llegaban a comer. La Segunda Guerra Mundial trajo consigo un aislamiento del país en el panorama internacional que se mantendría vigente hasta los primeros años de la década de los cincuenta. A pesar de los intentos de Franco por enmendar la imagen fascista de su régimen buscando en todo momento el auspicio de la iglesia católica
Los automóviles que circulaban desde hacía años en nuestros vecinos europeos, aquí eran sustituidos por burros y mulos. Algún coche de postín se veía en la puerta de casonas de condes, terratenientes locales o la iglesia en fiestas patronales. Tractores de procedencia soviética, pecios de guerra abandonados en los derrotados frentes, roturaban las sardas abriendo la tierra para recibir el grano de cereal. Ruedas de hierro que al empuje de motores de gasolina arrancaban arcanos romeros, tomillos, ontinas, ginebras, todo el arbustal era quemado por jornaleros en piras con aroma a progreso. El vino menestral artesanal era agrupado en cooperativas agrícolas. Las huertas se poblaban de frutales. La remolacha resistía el empuje, pero los precios caían. La azucarera, coloso antaño poderoso, se vería obligada a cerrar.
Trabajo, barra de bar, paseos, lecturas de prensa y libros. Citas clandestinas al canto de la lechuza. Amaneceres rojos de aguardiente y esputo tabacoso. Aquellos zapatos huérfanos en los armarios de las ocasionales amantes. Negros y viejos, reprochándome mi furtiva mirada. Mientras la mujer orinaba en el corral; me sorprendía la atracción del espejo del armario. Mi enjuto cuerpo desnudo y mi verga recién saciada, colgante como cría de raposa ahorcada. Abría el armario y contemplaba con tristeza las escasas pertenencias. Los vestidos de fiesta prohibidos. El traje de boda del fusilado o exiliado. Los zapatos. Aquellos zapatos que no darían más pasos de baile en fiestas. No asistirían a bodas, bautizos, funerales. Zapatos fantasmales. Algunos con unos calcetines negros que como comadrejas se agazapaban en su interior, esquivando, tratando de esquivar a una muerte cierta. Pero la muerte, aquella muerte sin juicio ni enfermedad, era de alpargata, en alpargatas, o carente de calzado. A pies desnudos sobre la querida e hija de puta tierra. Así se recibían las balas en mi patria. Las balas a bocajarro, las balas de la aniquilación del contrario. A pies juntos y descalzos.






Comentarios

María del Carmen Rosel González ha dicho que…
Por segunda vez no tengo tweet
Anónimo ha dicho que…
No sé a qué personaje té refieres , a qué terrateniente o qué casino, él médico, el alguacil me cuesta creer qué todas las viudas qué a sus maridos los fusilaran ,hicieran por sobrevivir algunas acciones, un buen relato pero corto a mí entender, gracias 👍
María del Carmen Rosel González ha dicho que…
No soy ninguna anónima 😢
María del Carmen Rosel González ha dicho que…
Lo que tenía qué decir ya lo he dicho,la anonymus soy misma 😢
Manuel Sáenz ha dicho que…
Principio de novela

Entradas populares