Una tarde de lluvia y fiebre.
La tarde estaba lluviosa. Aquel lejano día, tras el café, la lluvia caía al ritmo que pace una vaca. Lenta pero sin descanso; como la fiebre que me abarcaba. Al quedarse vacío el bar decidí hacer novillos en aras de matar la fiebre. En casa me comí la comida de la fiambrera y tomé un vaso de leche caliente con miel y dos calmantes vitaminados. Me sumergí entre las sábanas a sudar. Soñar. Dejarme llevar por la melancolía en la melancólica tarde. Corderos en un prado primaveral bajo un sol de acuarela.
Mi madre me tocó a la puerta:
--Ha venido Ramón, el de las máquinas.
--¿Lleva el carro detrás del coche?
--Voy a preguntar.
Me lavé y vestí con la sensación de haber dejado en el pijama casi toda la fiebre.
Ramón Mort Giner, mi camarada en la seda militar, esperaba en el salón.
--Anda, paraca, échame una mano.
Cogimos el pesado perchero de madera noble de Simón Loscertales Bona, Zaragoza; heredado, por supuesto, y lo subimos al carro.
De regreso en el bar lo colocamos en un rincón. Ramón comenzó a vaciar las máquinas. Yo puse Nebraska de Bruce Springsteen. Dulce melancolía de una noche de sábado antes de toda aquella locura empresarial. La lluvia, mansa, caía sobre los coches. Aquel perchero de burguesa procedencia acogería las cazadoras y zamarras de obreros y labradores, allí quedarían hospedados chambergos de borrachos de sábado. Esperando a su dueño; tiempos en que nada era robado. Tiempos de honor y orgullo.
Ramón terminó, me dió mis bolsas del botín, y marchó a seguir con su recorrido.
Me preparé un buen carajillo de licor 43. Carajillo de puta callejera. Y esperé a los jóvenes de la fábrica de zapatos.
Tardes de gloria sin apenas peso ni ruido.



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