El caballo gitano.

 Esta mañana, hablando con un jinete amigo, he recordado a Gitano. Pasaron unos gitanos o cingaros por la finca, y llevaban un potro azabache muy enclenque. Don Rafael, piadoso, les propuso un trueque: el potro por una mula en desuso, gorda, lustrosa, que ya no tiraba de nada hacia años. Aún regatearon unas pesetas, como mandan los cánones, pero, al ver que Don Rafael se daba media vuelta, aceptaron. 

Cuando el potro se vio en la cuadra con lecho de paja limpia, y abundante cebada, avena, maíz, en el pesebre; sus ojos se humedecieron. 

Comió hasta hartarse y se tumbó a pedorrear con alegría. Aires de satisfacción.

A la noche llegó mi padre a lomos de Chamaco, su burro. Al dar la luz de la cuadra, Gitano, se alzó vacilante, dado el atracón de grano. Mi padre, como es natural, se sorprendió: a la mañana una mula tozuda y gorda; a la tarde un flaco potro lleno de mataduras. 

Cuando Chamaco, con el belfo goloso, busco grano en el largo pesebre, Gitano le empujó con el suyo una buena porción. 

-Come, que yo estoy jarto.

Eso le pareció entender a mi padre.

Gitano, con comida abundante, paseos,

 mataduras tratadas debidamente; pronto resplandecía brillante como el charol.

Como es natural, con Chamaco se llevaba estupendamente. 

Hizo de su agradecimiento, delicadeza. 

Cuando los patos entraban a picotear sus boñigas, bailaban sus patas para no pisarlos. 

Don Rafael consiguió en Calatayud una silla tejana con funda y allí metía mi escopeta de aire comprimido. Paseábamos en busca de alguna liebre encamada, perdiz, o conejo despistado. Mi madre se daba una alegría inmensa; adoraba preparar platos de caza.

Y de esto me he acordado más de 50 años después. De que los animales nos enseñan lo principal, básico y natural. Son a veces un incordio. Pero siempre: un amor.




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