Montjuic
El taxista me llevó a la calle Comercio y me dieron habitación dos viudas gallegas. Tuve suerte. El taxista cuando le di la dirección del Raval, viendo mi maleta "samsonite" y mi maletín de viaje de ante, decidió por mí. El precio estaba bien, había limpieza aparente; un balcón desde el que ver la estación de Francia a un lado y el mercado del Borne al otro. Coloque mis pertenencias y salí a buscar un bar de menú. En la calle Princesa observé la carta en la puerta; adelante con la fideuá. Con vampíricas ojeras, greñas, barba descuidada, gabardina beige; más parecía un Bogart recién salido de La Modelo, que un náufrago en vías de recuperación. Terminé el menú, encendí un Lucky, y, tachan: Falcon Crest.
En la televisión empezó a sonar la música de la serie de sobremesa. Primer mazazo. Pedí un orujo helado para sobrellevar la riada de sentimientos encontrados. Mi madre estaría con su té de roca y miel; mi padre saldría de paseo con su perra. Eric, intentaría salir con él; pero no lo dejaría. Mi padre, en la guerra, había cogido temor a los doberman que los alemanes mostraban en el frente con orgullo de raza superior. Nunca lo sacaba. Era cosa del gil de su hijo.
Con dos copazos de orujo gallego, recordando al detective Carvalho, me dirigí a la peluquería de los billares de las Ramblas.
Un buen corte de pelo, un afeitado con todos sus avíos, y salí como Lázaro resucitado.
Me dirigí a la pensión para darme una ducha y cambiarme de ropa.
Volví al bar del menú. El esmerado catalán me miraba de reojo, extrañado. Pedí un ron-cola. Y cuando le pagué, deje caer la gracieta:
"-Ya ha estado mi hermano el bohemio por aquí. Habíamos quedado a comer. Y se me hizo imposible acudir a la cita.
¿Ha estado?"
"¿Y tenéis los dos el mismo modelo de reloj?"
Solté una carcajada. La primera carcajada barcelonesa. Me hice cliente inmediato del bar. Era el típico comerciante catalán. Sí sólo querías un café para desayunar, acababas tomando café, zumo de naranja, y tostadas. Pura insistencia educada. Por tu propia salud.
Esa noche recorrí Balmes y sus billares roquers. Para terminar en la refamosa Otto Zutz.
Enfrente, una panadería ofrecía bollería, café para llevar, porciones de pizza y coca catalana. Compré unos churros y café con leche. Todo debidamente en sus recipientes adecuados, y cogí un taxi para la pensión.
Al mediodía desperté. Duchado y con ropa de excursión (vaqueros, chirucas, camisa vaquera) fui a comer. Tras los copazos de orujo helado, y una somera conversación con un vasco, un navarro, y dos catalanes; me dirigí al cementerio de Montjuic.
Me compré unas ray ban negras de imitación y una gorra de béisbol negra con el emblema de Loquillo.
El paseo era largo; pero saturado de colmados con latas de cerveza fría.
Llegué, pregunté, y arriba estaban las tres tumbas.
Buenaventura Durruti. Francisco Acaso.
Francisco Ferrer y Guardia.
Dos tumbas vacías de muertos en combate. Y un represaliado y fusilado pedagogo libertario.
Sobre la tumba de Buenaventura Durruti la frase eterna:
"Nosotros llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones"
Era puro romanticismo. Era la poesía de la violencia y la revolución. Ese mundo nuevo no surgiría de manera espontánea.
Que terrible ignorancia y desconocimiento del alma humana y su justicia.
Bajé por unas calles empobrecidas, llenas de basura y abandono. Me perdí. No había un mapa para la desolación y el desasosiego.
En un colmado compré una navajita, panecillo, latas Skol frías, y una lata de pulpo al ajillo.
Me senté en un banco cara al Mediterráneo y abrí la cerveza, el pan y la lata. El mar anegaba mis ojos de soledad. Mi fiel y cálida compañera.
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