Más tormentas.

 Tras el retumbar de los poderosos truenos, la casa silenciosa con mi madre en oración a San Bartolomé, los perros asustados en el porche, el viejo encadenando cigarrillos y el niño asustado; la tormenta se alejaba y salía el arcoiris. Entonces, la consulta al pluviómetro para elegir vehículo. Menos de 40 litros, el Land Rover; más de 40 litros, el tractor Deutz de 80 caballos. En cualquier caso la visión era la misma. Los estrechos barrancos cantarines y las balsas que se formaban en las hondonadas. Los conejos desubicados de sus madrigueras inundadas, inquietos por la sorpresa. Algún astuto zorro que aprovechaba el desconcierto. El huerto invisible bajo la achocolatada agua. No era problema. Mañana estaría en su normal estado, con los tomates sucios de barro pero sabrosos. Entre el perceptible olor a paja mojada se diluía el éter metálico de la confrontación eléctrica entre el cielo y la tierra. Los gorriones se bañaban en los charcos en alegre fiesta y los gatos no salían de las faldas de mi madre. No había pasado ni siquiera una década en que mi padre, solitario pastor, había buscado refugio de una tormenta en el caserío y conocido a mi madre. Ella le saco un vaso de vino y unos mantecados; él se aprendió el camino. El espectáculo había concluido sin grandes estragos blancos: ni piedra ni granizo. Sólo la vida rompiendo el bochorno y la calima, por unas horas. Mañana el sol reclamaría sus pagos y la tierra pagaría sus deudas. En un principio y por los siglos de los siglos, mientras existiera el planeta.


"Tractor verde" pintura de Iñaki Álvarez Ircio .




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