En el internado.
Aquel lunes septembrino de mis doce años, junto con una maleta marrón, un cartapacio grande negro lleno de cuadernos y libros, fui secuestrado. El verano había sido como todos los anteriores. Había ayudado en la cosecha engrasando las cosechadoras, había aprendido a conducir el Jeep Comando, y en una nevera llena de hielo y cerveza, aparecía ante los maquinistas como un ángel que venía a saciar su sed. Había ayudado a destetar a los corderos lechales de mi padre soportando sus balidos desesperados por la separación de sus madres. Vamos, un verano normal con alguna bajada al pueblo en domingo tarde. Compartía la bicicleta y el ciclomotor con mi padre. Bajaba en moto y subía en bici. Luego, pues, al revés. Me juntaba con mi peña y pasábamos la tarde fumando y siguiendo a las chicas hasta el río.
Pero aquel lunes víspera de las fiestas patronales, no sé el motivo, la primera parada fue en la plaza del ayuntamiento. Engalanada con banderas nacionales, llena de críos al no haber escuela, me descerrajó la primera puñalada. Debería estar allí, mis amigos estrenaban la primera peña. Pero nada. Mi madre regresó de hacer alguna gestión y seguimos viaje hacia Zaragoza. Al internado.
Rápidamente me dejarían en el dormitorio con un colchón azul y mi maleta marrón. Un hombre mayor le indicó una cama a mi madre para que pusiera el colchón e hiciera la cama. Y tras un: "se valiente como tú abuelo que rompió una cincha de burro a pedos" aquel hombre enjuto de bata gris de tendero de ultramarinos me llevó a clase. Luego me enteré que le llamaban "el pastor".
En la clase compuesta de internos, medio pensionistas y externos; era fácil distinguir, aquel primer día, la categoría de cada cual. Los internos llorábamos a moco tendido con las caras enrojecidas por el berrinche. Me acordé de los corderos. Los externos nos miraban entre risitas y desconcierto. Mi compañero de pupitre, un pajizo de tez sonrosada, parecía en estado de shock. Era de un pueblo pequeño, Valpalmas. Nos hicimos buenos amigos. Al igual que con compañeros de La Almolda, Monegrillo, Sestrica, Illueca, Sabiñan, La Azaila, y muchos más que he olvidado. De mi pueblo había dos que vendrían la semana próxima. Los muy afortunados estaban celebrando las fiestas.
Y los lloros remitieron, se fueron apagando al aproximarse el viernes y la vuelta a nuestra casa. Por mi parte tuve mi primer encontronazo, sin culpa alguna, con el ogro-director de aquel campo de concentración. Llovió una noche y una gotera cayó sobre mi cama. Al darme cuenta, salté y me introduje en una vacía. Con la mala suerte de que al día siguiente el ogro subió al dormitorio en plan inspección. Al ver la cama abierta y las sábanas mojadas, el ex divisionario azul, herido en una pierna, al que llamábamos el "pataco", entró en estado de cólera.
--¿Quién duerme en esta cama?
--Presente.
--¿Y no te da vergüenza mearte en la cama, un hombrecito como tú?
Ni explicaciones, ni ver gotera, ni nada.
Me cogió por las solapas del pijama y me dió unas sonaras bofetadas.
Y punto en boca.
El viernes llegó mi madre con don Rafael a buscarme. Me traía una hamburguesa alemana del pasaje Palafox. Y al salir del túnel de la Muela se veía Épila en todo su esplendor. Al entrar la veleta con la bruja y la puerta del Caribe llena de gente festiva. Luego la finca. Los perros alborotados por mi vuelta.
Estaba tan a gusto que ni cogí la Ducati amarilla para bajar al pueblo el sábado ni el domingo.
Disfrute de la pertenencia a un lugar. De sus inquilinos, humanos y animales. Y el lunes volví a ser secuestrado. Pero ya sin lágrimas...asentado en una rutina que duraría tres años.
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