El tiempo de antaño.
¿Qué consistencia y peso tenían la horas cuando no existía la urgencia del reloj?
Había el reloj interno y el del sol. El canto del gallo y el heraldo de la noche, el gavilán. Se barruntaban las tormentas. Frío con la llegada de las judías (ave frías) y calor con el canto de las chicharras. Había que observar a las hormigas y a los perros. A los viejos sus huesos rotos les daban la alerta.
Llegó Mariano Medina a aquella televisión en blanco y negro. Desesperaba a los agricultores con sus anuncios de lluvia. En un pueblo vecino, un labrador impaciente le pegó un tiro de posta lobera al aparato burlador. Se descubrió en el teleclub al día siguiente:
" Pero ¿cómo sale este mentiroso?
Si ayer le pegue un cartuchazo de posta en casa."
No sé sorprendan. Había gente tremenda. Pensaran que algo sonada; pero preferíamos decir: Fulano es tremendo, satélite o artista. Gente que creía que, si tú veías a los de la tele, ellos te veían a ti. Así que cogian una hoja de periódico y le hacían dos agujeros con el cigarro. Y así miraban la televisión. Sin que les vieran la cara.
Pero volvamos al tiempo y su medida.
Cuando había junta de ganaderos, por la noche, claro; bajábamos a lomos de Chamaco, mi padre y yo. Dejábamos a Chamaco comiendo alfalces en algún campo antes del puente la vía. Sí, no se enfadaba nadie por un poco de alfalfa o un melón, sandía o unos higos. Era lo normal. El que tenía compartía y el que no tenía, pues, siempre estaba dispuesto a ayudar. Era una seguridad muy tranquilizadora, tener la seguridad del apoyo de la comunidad.
Dejábamos a Chamaco, burro de secano y escapista, disfrutando de la huerta y caminábamos hacia el pueblo. Era inevitable saludar a los paisanos que tomaban la fresca. Echar un trago del botijo. Liar un cuarteron, charlar de la cosecha. Del tiempo. Mi padre lo sabía. Y bajábamos con tiempo. Empezaba la junta y me quedaba con la chavaleria de la plaza. Ahí sí que estaba en desventaja; no sabía ni un juego, ni trato social con chavales. Era un "montesino". Menos mal que el hijo del encargado del casino, me cogió por banda, y me subió a jugar al billar. A enseñarme los rudimentos de la carambola. Gracias, Ricardo, me salvaste de una buena en la plaza.
Cuando terminó la junta ganadera, mi padre subió al casino junto a los otros pastores, y tomó algo en la barra.
"Vamos, que tenemos camino por delante..."
Pero sin prisas. Era capaz de darse un baño en el río. Había aprendido a nadar en Galicia cuando estuvo convaleciente de las heridas de guerra. Y hacía calor; no se crean que eso de las olas de calor es un invento de la NASA.
Frescos, recogíamos al saciado Chamaco, y subíamos hacia la dehesa. Sin prisa ninguna. Al compás patizambo del asno, me dormía.
Lo último que oía era a mi padre silbar entre dientes alguna coplilla
de Manolo Escobar.
Comentarios