El fantasma ensabanado.

 En la etapa pre-sexo y alcohol que acto más demandado que demostrar la hombría. En aquellas sillas trenzadas a la puerta del 63, desde la primavera al otoño, asentábamos nuestras vanagloriosas gónadas adolescentes junto a nuestro estrecho culo. Después de una infancia de bicicleta y correrías era raro el caso de obesidad. Éramos delgados cual galgo corredor. Desde nuestra tribuna de milhombres dedicábamos versos a las chicas que pasaban por la acera de enfrente:

¡Tienes el culo más bajo que la matrícula de un biscuter!

Lindezas de este tipo levantaban la risa general. Al poco tiempo anhelábamos, tímidos, que en el baile nos dijeran que sí a un baile lento y bien agarrado.

Ahora gozábamos como gorrinos con nuestro estatus de lenguaraces y descarados. Libres de toda atadura sentimental.

Tenía un amigo muy enraizado en el valor de no tener miedo a nada. Hijo de labrador fuerte, que en lo más arduo de la canícula, solía labrar el monte secano en la madrugada. Afirmaba con seriedad impertérrita que se le aparecía un fantasma. Todo de blanco, ensabanado, a lomos de un caballo negro. Nadie le hacía caso, aunque no fuera fantasioso, sino todo lo contrario. 

En cuanto a mí, me encontraba en un intermedio difícil. Había decidido dejar de estudiar y ponerme a trabajar con mi padre en el pastoreo. Aquel verano del 76 Don Rafael se puso enfermo y fue hospitalizado. Mi madre, su cuidadora, se bajó a Zaragoza a casa de una hermana. Mi padre subió al Collao a comerse los rastrojos; y, como cuando era soltero, asentó su vida a la paridera. Rancho y migas. Con mi amarilla moto me encargaba de subir el recado desde el pueblo. 

Esperábamos el desenlace hospitalario con poca aptitud positiva.

Y, en estás, que una de las noches del relato del fantasma, me lancé :

--Esta noche voy contigo a labrar. A ver si sale el dichoso fantasma ensabanado.

Bien pertrechados de tabaco y agua fresca en la nevera portátil, bocadillos y una bota vino, nos subimos al tractor para dirigirnos a una de sus fincas.

La noche era oscura como culo de choto. Sólo mancillada por una luna mora como un candil. El tractor labraba gozoso en la fresca noche. Antes de que el primer vislumbre de alborada contornea las formas; nos paramos a dar cuenta de los bocadillos. Dando grandes mordiscos y largos tragos de la sobada bota; mi amigo comenzó a mirar a un lado y otro con teatral seriedad. De repente saltó al asiento del tractor y lo puso en marcha.

--Sube. Ya está aquí. 

Dejé todo en el suelo y subí de un salto. Levanto los punzones y comenzó una cacería a todo lo que daba de si el viejo tractor. Agarrado bien fuerte al hierro de la cabina me esforzaba al máximo en ver algo a la luz exangüe de los faros. Nada. Pero mi amigo culebreaba por el rastrojo dando bandazos y soltando gritos:

--Por ahí va el cabronazo. Vamos.

De repente freno estrepitosamente y se golpeó un puño contra la mano.

--Ya se ha ido.

Volvimos al tajo y seguimos labrando hasta que el sol apareció ardiente en lontananza. 

Regresamos a su casa y cogí la moto, para tras comprar pan, subir con mi padre. 

Mi padre ya estaba pastoreando desde su desayuno de leche de cabra con migas sobrantes de la cena. Al lucero miguero saltaba del catre y comenzaba su día. 

Me acerqué y le relaté la aventura. Le pasé un celtas emboquillado, y riendo me dijo:

--Tu amigo es un enredador. Anda a dormir un rato hasta que encierre y haga el rancho.

Así que cerré el ventanuco y me tiré a mí catre. Encendí un cigarro y puse el transistor:

"Temperaturas, playas, aviso carreteras, Adolfo Suárez, y, la cotidianidad del verano."

Dos amigos cogiendo el sueño tras una noche de trabajo y aventura.

Cuándo empezó a sonar:

“¿Qué pasa contigo, tío?

Me dormí.


¿Qué pasa contigo, tío? De Los Golfos fue la canción del verano de 1976.




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