VIAJES 1ª PARTE
Había sido un invierno muy duro. Tras dejar los estudios de banca en la capital y decidirme por la ganadería junto a mi padre; habían ocurrido demasiadas cosas nefastas . En agosto la muerte de Don Rafael. Por lo tanto tuvimos que pagar las hierbas, alquilar por un año los pastos. Compramos más ganado. Un rebaño entero que comencé a pastorear apoyado por los consejos veteranos de mi padre. Ese invierno llovió mucho. El sereno era un chabisque de paja y estiércol. Los cubiertos requerían más paja de la normal. Y, para más agobio, las ovejas en plena parición, parían a dos. En febrero mi padre, visiblemente afectado, lucia unas violaceas ojeras por falta de sueño y había perdido bastantes kilos.
Mi madre se asustó y lo arrastro al hospital militar. Le recomendaron dejar de trabajar y recuperarse. Propuse subir con mi rebaño a nuestra paridera del Collao. Mi madre, ya había tomado las riendas, se negó en redondo. Se vendió todo el ganado. Y se revendieron los pastos. Aún no había cumplido los diecisiete y me sentía mal. Era mi primera decepción. Así que la rebeldía surgió espontánea y sin aparentes motivos. Era hijo único, había dinero; mi padre tenía su paga de sargento mutilado de guerra y mi madre se encargaba de que mi cartera andara siempre bien surtida. Me hice habitual de fiestas y bares. Me empece a juntar con gente más mayor. Adopte el anarquismo leyendo todo lo que caía en mis manos sobre el tema. Era un palo de escoba con chaqueta negra de pana y pañuelo negro al cuello. Empecé a salir con una chica casi dos años más mayor.
Pasaban los meses. Antes de empezar la recolección de las peras, empujado por la lectura de la novela “Hijos de Torremolinos” adquirí una mochila y un saco de dormir, metí mis trapos, neceser de aseo, tres libros de Herman Hesse, y preparé la escapada a la costa. Había escuchado hablar muy bien de Calella de Mar. Bien ese sería mi destino primero. En la vecina guardia civil me redactaron un permiso para viajar solo. Era menor de edad. En la caja de ahorros otro para sacar dinero en pequeñas cantidades. Así que, debidamente equipado, tomé el rápido para Barcelona.
¡ Que paisaje lunar el de los Monegros!
Barcelona al atardecer del mes de julio. Como no había tren hasta la mañana para Calella, dejé mis bártulos en una consigna y libre me encaminé a las Ramblas. 1977. Verano libertario. Desde el verano de 1936 no había tanta libertad en la ciudad condal. Tras bajar y subir, preguntando, me dirigí a la plaza Real. El fragante aroma del hachís penetraba hasta la médula y subía al cerebelo provocando endorfinas de trasgresión y libertad. Me senté en una terraza, pedí una cerveza, y el camarero dio dos fuertes chupadas al porro que ladeaba en su boca y me lo pasó:
--Mátalo, chaval.
Ostras, Pedrín . Tras consumirlo hasta el cartón, creí no poder levantarme ni hacer un gesto. Estaba marmolado. Disecado en un gesto de idiota feliz. Me terminé la cerveza, y, como pude, pedí otra con un bocadillo de jamón con tómate. Se sentaron dos alemanas mochileras, libremente, sin pedir permiso, y pidieron sendas jarras de cerveza. Liaron una trompeta y me la pasaron. El efecto ya no fue tan potente. La sensación era de haber pasado unos rápidos pirenaicos y llegar a un tramo de calma en un río amazónico.
Fui a la barra a pagar mi consumición e invité a dos jarras a mis valkirias. Le pregunté al camarero por el hachís, y con acento andaluz, me dijo:
--No problema, mañico. ¿Qué postura quieres 1.000 o 2.000? ¿Del bueno que has probado o de inferior calidad?
--Dos mil del mejor.
De forma subrepticia cogió el dinero y al momento me entregó dos barritas envueltas en papel de aluminio. Las alemanas no habían perdido ojo de la operación y me esperaban sonrientes. Ramblas abajo, tras unas cervezas, ya de madrugada, preguntamos por una discoteca, nos dijeron Bikini, y cogimos un taxi.
Fumamos, bebimos cubatas de ron, y bailamos, sudando a mares. Algunos besos de franca alegría.
Cuándo cerraron les indique con gestos que tenía que coger un tren a la costa del Maresme.
Paré un taxi y cuál no fue mi sorpresa que se subieron veloces. Bueno, mejor acompañado que solo. Eran mayores, veintitantos, pero ¿Si había salido a la aventura, qué mejor, no?
Saqué mi mochila de la consigna y compramos los billetes. Desayunamos hasta salir el tren. Adormilados viendo el mar, atravesando túneles, pronto llegamos a nuestro destino. Buscamos un hostal o pensión económica y no fue fácil. Era julio. En un hostal nos dijeron que a la tarde tendrían dos habitaciones libres. Una individual y una con dos camas. Sudorosos, sin dormir, fuimos a la playa y nos dimos un baño. Frescos sobre nuestros sacos con la mochila como almohada, dormimos un sueño reparador. A la tarde ya en posesión de nuestras habitaciones; la ducha fue un bálsamo. Tras unos días hablaron de marchar a Ibiza. Tuve la mala idea de decirlo en una llamada por teléfono a casa. No esperaba la respuesta de mi madre:
--Si vas a Ibiza te mandaré a toda la guardia civil en tu busca. Ibiza es Sodoma y Gomorra.
Problema de tener una madre lectora de revistas del corazón. Triste las vi marchar; me quedé un par de días en el hostal, decidiendo regresar al pueblo. A mí dulce chica trabajadora. A las peras en Urrea, las verbenas en Las Vegas, y a mí moto roja de trial.
De mi primer viaje quedó la mochila en el armario. Y la frase:
--Tú has aprendido mucho por ahí, eh.
In memoriam. D. E. P.
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