Sequías de mi niñez.
Ahora que aburre la lluvia con la tierra saciada vomitando sobras; no puedo dejar de recordar las sequías de mi niñez.
Don Rafael empotrado en su sillón da la orden al capataz de no preparar las máquinas cosechadoras. No engrasar ni aceitar los mecanismos de corte. Por tercer año el cereal no alcanza la altura de corte. Las paupérrimas espigas serán pasto para el ganado de mi padre. Los corderos gozarán el mover el belfo aunque el grano sea de poca enjundia. Amarillenta paja seca que produce una sed de agua difícil de saciar. Las balsas vacías: Cabreros, Cabijordo; las sin nombre, también. Toca sacar a pozal agua de los pozos: Roncal, de los Pobres, Collao. Dar un largo paseo por el secarral de sardas hasta el regato de Las Minas o el de Orchí con su peligro de sanguijuelas. Mi padre circunspecto cocina unos huevos en una roja laja calentada por el inclemente sol. El rebaño sestea en la chopera. Los corderos, que deberían estar destetados, golpean con su testuz los bragueros de sus madres. Insatisfechos por la poca leche; balan su particular sequía.
En el caserío, por romper el silencio, Don Rafael hostiga a mí madre:
--Si no llueve , Sara, me vas a tener que alimentar al fiado.
--Ande, ande, no se preocupe que no le faltará su desayuno, comida y cena a su hora. Ni su horchata de almendras fría.
Y callan. Bordando la esperanza de prontos truenos y orquestina de lluvia espesa en los tejados.
Ya la piel del verano se agrieta cuando un sentir eléctrico se anticipa a la visión de los negros nubarrones que se enseñorean del cielo. Látigos de electricidad recorren la preñez celestial. Al bramido del trueno, en una incruenta cesárea, el cielo se abre soltando presuroso su deseado fruto: agua. Salvadora agua, cortina de agua, cascabelera agua que pronto corre rojiza por barrancos y quebradas llenando las resecas balsas.
¡Que empujón para las desesperadas viñas!
En la casa se va la luz. Se enciende la vela a San Bartolomé. Y se reza. Mi madre postrada en hinojos en su humilde capilla. Don Rafael en agradecido silencio. Mi padre, recogido a tiempo el rebaño, ve como avanza el ejército de nubarrones dejando su regalo. Como cinta colorida un doble arcoíris engalana el satisfecho cielo. Aún podré destetar a los borregos, me digo asentado con los perros. Destetados y con casi cuarenta kilos serán bien recibidos por el carnicero. Y luego, tras las fiestas patronales, volver a la escuela.
Toda herida tiene su remedio y venda; menos la herida en los ojos, cuya venda no dejar ver la vida pasar con su recompensa y su castigo. Equilibrio.
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