Sábados y domingos en la juventud tardía.
Los sábados, cual rosa en jarrón, perdían su atractivo, al igual que la rosa pierde sus pétalos. No había aspirina para remediar la decadencia. La calle del vidrio, una década anterior río de gente festiva, se iba apagando. Tras una semana de duro trabajo en los montes, motosierra en ristre; no apetecía mucho salir. Aún así algún sábado sentías la llamada. Lejos quedaba la cuadrilla “destroyer” de que se juntarán tres cervezas esperando en la barra ser consumidas. Ahora, de tranquis, como mucho tres cervezas y el resto de la noche, sin alcohol. Esas realidades me abrieron puertas hasta entonces cerradas. Pude acceder a largas conversaciones con personas que unos años antes hubieran salido huyendo con cualquier excusa. En los años en que me convertí en un friki o monstruo de feria, siempre puesto y bastante bebido, era corriente que compañeros de desparrame me dijeran:
--Tio, esa cría no deja de mirarte.
--Claro, como a un mono en el zoo
Y nos reíamos pasando de todo.
Luego esas crías crecieron y nosotros bajamos el ritmo. Y surgió alguna conversación espontánea y natural.
Me encantaba la situación. Sin llegar a nacer ni un brote de esperanza pero era agradable. Siempre es emotivo acercarse a la flor sin espinas de la juventud.
Especialmente una joven tomo por costumbre mantener largas conversaciones con este no tan joven en proceso de recuperación. Era valiente; todavía lo es, siempre lo será .
La dejaba en la puerta de su casa y, sin atisbó romántico ni mucho menos sexual, me despedía para caminando volver a mi casa en las afueras.
El domingo a la tarde me gustaba dar un paseo en coche. Poner una cinta agradable de Neil Young o R.E.M. y en pleno ocaso, bajar por la ribera hasta Bardallur. En el bar Laura hacían un bacalao rebozado que me recordaba al de mi madre cuando aún le hacía gracia cocinar. Me tomaba mi ración, saludaba a los viejos conocidos, y volvía al coche. Ya en noche oscura subía a Rodanas. Aquella sensación de soledad era transitoria; pues, mañana, lunes, estaría trabajando en sus montes. No entraba al bar, peligro inminente de un enganchón beberciano.
Seguía hacia las minas y me detenía a beber agua del regato de manantial. Apagaba la música. Si había luna las ruinas de las viejas minas se perfilaban en un paisaje espectral. Me quedaba estático, alobado, de tanta belleza. Cantaba un gavilán y las perdices daban la voz de alarma. Naturaleza. Mi sangre incontaminada bullía de pura vida. Plenitud solitaria de la que huye a poco el sufrimiento humano cargado de culpas y deberes. Al poco, al descollar el pequeño valle, podía otear el dispar y titilante lucernario de los pueblos de la ribera. Me detenía. Durante largos minutos la imaginación me desbordaba. Los recuerdos se agolpaban saltándose todas las reglas.
¡Qué feliz había sido mi juventud!
Bailando y riendo por esos pueblos en franca camaradería con mis iguales. Aquellas chicas, quería pensar, todas casadas y con hijos. Siendo amadas. Otro puntazo de, ¿cómo llamarlo?
Absoluta tranquilidad. La llama hecha rescoldo ahora ya fría ceniza. Bajaba por el recto camino embriagado de dicha. Llegaba al pueblo donde la actividad de los domingos de mi juventud dormía el sueño eterno.
Aún me quedaba un gesto. Llamar a la joven estudiante desde la solitaria cabina. Sabía que estaba sola y siempre escuchaba mis palabras fruto de la emoción.
Ya en plena sazón de felicidad volvía a casa a cenar algo viendo la película de la noche. Seguramente no sería de mi agrado comparada con la vivida a lomos de mi vieja yegua de paz y redención.
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