Respeto.

 Pido perdón de antemano por estos escritos a mis posibles lectores. Más que exposición se trata de expiación de unos hechos que entierro al entregarlos al papel. Noches y días en que creyendo hacer lo correcto, lo inevitable; no hacía otra cosa que ahondar en mi derrota. Viví, de eso no tengo ninguna duda; pero, desde la perspectiva de esta paz actual, me hubiera gustado tomar otros caminos. 

Mi padre se salió con la suya. Murió en su castillo alejado del pueblo. Sació sus hambres de guerra y posguerra comiendo lo que quiso en la medida que quiso. Llevaba dos mínimos contratiempos de los que salió airoso. En el primero incluso saltó de la ambulancia y tuve que poner todos mis músculos en funcionamiento para que pudiera el enfermero ponerle una inyección calmante. El segundo perdió la orientación y tuve que buscarlo por el pueblo. Tranquilamente, visiblemente congestionado, estaba sentado en un escalón de entrada. Era un hombre fuerte. Así que resistió los embistes que una mala alimentación, sin medida ni contención, mandó a su cerebro. Se negó a medicación alguna. Tenía fuertes pesadillas guerreras en que, inconscientemente golpeaba a mi madre, y quería saltar por la ventana. A mí regresar del bar de madrugada y encontrarme con este panorama me dañaba el sistema nervioso. Consulté con el médico quien me recetó unas pastillas para un feliz sueño. Otras para mí padre; que, por supuesto se negó en redondo a tomar. Con el apoyo de mi madre, claro. Formaban un tándem infranqueable. Conclusión: yo me levantaba idiota por el Orfidal y mi padre, fresco, bien descansado, se empentaba un buen desayuno. Vino lo que vino; ahí no tengo excusas, y todo se me fue al negro carajo. Ya no me importaban las noches guerreras; vivía en mi propio “apocalypse now”. Pasaron dos años de borracheras y depresiones sin medicación. Un viaje a Barcelona y otro a Ibiza. Recién regresado de Ibiza le dio el tercer infarto cerebral y lo ingresaron en el hospital militar. Resistió más de tres meses en estado vegetal. Al final lo mandaron a morir a casa. Cumplí con mis guardias nocturnas, tanto en el hospital como en casa. Aunque no dejará de pensar que era una inútil perdida de tiempo. Era lo que se esperaba que hiciera y lo hice. Junto a su perra Niebla y leyendo toda la noche. Sin salir sin beber, nada. Incluso hacia la compra. Murió al amanecer en su enorme salón. Al año siguiente comencé a trabajar en una finca cercana. Estuve encantado. Trabajaba duro y me emborrachaba más duramente. Incluso tuve algún enamoramiento. El cuerpo y la mente aguantaban el pulso de la oscuridad. En unas fiestas en que no debería haber salido, haciendo un favor, me cargué el coche. Volqué y allí quedó con las ruedas girando y Bob Marley sonando. Adiós mi segundo 128 rojo. Entre en fase cierre total. Mi amigo J. vino a buscarme para continuar con la recolección de la manzana. Grité, perjure y me encerré más en mi oscuridad. Un domingo de lluvia, cuando ya tenía en mente bajar a Zaragoza y adquirir otro coche de segunda mano, llamaron a la puerta y se presentó N.B. el pintor y un energúmeno al que odiaba. Me quedé leyendo mientras recorrían la gran casa. Mi madre jugaba sus cartas. Éramos una familia muy libre e independiente. Mi padre exigió vivir hasta el final en el chalet, lo consiguió. Por mi parte liquidé mi negocio montado con mi herencia natural. Ahora le tocaba a mí madre: vender el gran chalet. Y la paridera del Collao que tenía que haber vendido yo. Y menos mal que no le dije que mi primo estaba interesado en comprar este terreno desde el que ahora escribo. Arreglaron la venta. No dije ni una palabra. Al día siguiente mi madre se fue en el tren a buscar piso en Zaragoza. Allí quedé con la vieja perra. Perra que un día desapareció. Mi madre dijo que la había atropellado un coche. Y la creí. Un día me entregó un papel con una dirección. Cuándo entraban los de la mudanza me fui a la estación y cogí el próximo tren a Zaragoza. Ni cogí ropa ni mochila ni bolsa. Nada. Con lo puesto saqué dinero del banco y me compré un libro “La leyenda del santo bebedor”

No dejaba de tener su gracia. Me dirigí al bar La Luna con quien tenía una vieja amistad. Cerveza tras cerveza terminé la novela. Cogí un taxi y leí la dirección del papel. Aún estaba el camión de mudanzas. Supuse que mi madre con mis tías estarían organizando la colocación de enseres y trastos. Cuándo el camión se fue, subí. Mi madre me dio dos llaves y me indicó mi habitación. Allí estaban mis libros, discos, equipo de música, ropa, todo. La cama no estaba ensamblada. Bajé al bar y me comí unas tapas y bebí más cerveza. Busqué el saco de dormir y lo extendí sobre el colchón. Apagué la luz. Mañana sería otro día.  


Comentarios

Entradas populares