Etapa 2

 Me bebí el té sin azúcar en la terraza viendo como el pueblo volvía a la vida. Allí como un resucitado, fantasma altivo, pensé en como abrir la etapa siguiente. Aunque chirriaron sus goznes oxidados; el dinero fresco era el mejor lubricante. Detrás del Cristo había colocado una bolsita con tres enormes canutos de marihuana. El tiempo y la presión contra la pared les había hecho sudar un aceite que ardió y embriagó con un optimismo desatado mi mente. Busqué en mi escritorio y encontré el manuscrito de “Desnudos bajo la tormenta”. A lápiz en el otoño del 95, poseído por un espíritu interior ávido de buen clarete, había esbozado una redención para Alfonso, Brenda, “Ainhoa” y, de paso, para mí. Alfonso que ya  descansaba en el cielo beat junto a Kerouac, Cassady, Burroughs; había escrito su consentimiento a usar su nombre sin restricciones a mis palabras. Y dibujado una micro Uzi calibre 45. Era su sello contra la hipócrita sociedad. En los 30 hubiera sido un eficaz atracador anarquista junto a Durruti y Cia.

En la lucidez del humo azul aliñado con una noche de frenesí y temor y me da igual; decidí que aquel cuaderno sería corregido, pasado por ordenador, y, enviado, presentado al público. Nos lo debíamos a nosotros mismos. Decidí vender aquella casa y volver a Ibiza. Comprar un estudio y un ordenador y ser escritor a tiempo parcial. Y lo hice, ¡vaya sí lo hice! durante cinco años. Luego vino un huracán tropical, un tsunami de caña de azúcar, y se llevó el estudio por delante. No mis ganas de leer y escribir.

Bajé al pueblo. Hice acto de presencia en el 63, y compré un cartel: 

SE VENDE

Lo puse en la ventana y me fui a comer al Napoli. Reencuentros, cervezas, rayas, porros; un sábado de los de antes con agónicos vislumbres de desaparición. Concerté una cita para recuperar mis llaves y se ofrecieron a ayudarme a limpiar y sacar muebles a la calle. Él se fue a trabajar. Y. que tanto me había gustado se quedó fregoteando embutida en unos vaqueros ajustados. Nerviosa. Su dulce rostro era el mismo; no obstante, a mí no me producía el mismo efecto bañado en deseo.

--¿Cómo has permitido esta catástrofe? 

--Podíais haber vivido sólo pagando la luz. Más de dos años.

Cuando vi un atisbo de lágrimas en sus bellos ojos, me di la vuelta y seguí con mi faena de meter libros en cajas.

En el pueblo me aburría; no hacía otra cosa que beber. Así que como se aproximaba la semana santa, me agencie una buena cantidad de hierba, comida, vino clarete, y me subí a Cañete tras pedir la llave a mi amigo Roberto. Me subí un colchón y mi saco de dormir. Con mi astral de mano llené el maletero de leña de pino seco. Había formado parte de la cuadrilla que limpio los montes durante cuatro inviernos. Imágenes de antaño bailaban en mi cabeza: Josan el forestal, Vicentón, Paco, José María, el Conejo cantando por Camarón. Las brasas calentando mis latas de legumbres, el chorizo y la longaniza chisporroteando su grasa, el dormir la siesta del carnero. Bajar al pueblo  mientras el sol se despedía ocultándose tras las peñas. 

Encendí un buen fuego y cené a gusto escuchando música en mi radio a pilas. 

Fueron días de espera. Bajaba al pueblo y en el Napoli me informaban sobre la casa. Volvía a subir con el avío y recibía alguna visita. Josan me traía embutidos y recordábamos los trabajos forestales. Vino Agustín el padre de Alfonso con su compañera. Ahí, pese a mí sinceridad radical, hice un esfuerzo por edulcorar nuestros encuentros en Ibiza. Supongo que fue difícil para Alfonso como lo fue difícil para mí. Él seguía siendo un rebelde altivo. A mí el trabajo y la inseguridad me habían puesto el ronzal de la realidad. Al final hice un trato. Quedé a la espera del pago en el banco. Marché en tren a Torrejón a ver a mi prima Alicia. Me puse al día en cine pues había un videoclub en los bajos del edificio. Con Alicia era imposible no mantener un río conversacional intenso que me sentó divinamente. Me llamaron y regresé para cerrar la venta. Curiosidades de la vida: el pequeño Maki, perro al que recogí abandonado y crie, apareció cuando cerraba la puerta para no volverla abrir. Se encabritó de alegría y acompañó al coche hasta que salimos del pueblo. Justo como dos años antes. Ese perrito de pelo duro era un superviviente callejero que vivió siempre libre. Venía, comía, y se perdía por el pueblo. Un predecesor de mi añorado Bigotes. La idea de meterlo en una novela como testigo de un monólogo interior debió nacer por Harinas De La Parra. Así fue. Sin él no hubiera escrito “El bosque de un solo árbol ”. En este regreso a la isla blanca me busque un chófer hasta Denia. No quería acabar preso con unos milloncejos en la cuenta corriente. Y compré el estudio en Santa Eulalia, el ordenador, un equipo de música decente y hasta un acuario para relajarme de días y días de escritura y lectura. Era una caja de zapatos a dos minutos de la piscina y cinco de la playa. Pero, mientras pagará la hipoteca, era mío. Para un hombre que siempre pensó acabar en la playa con un transistor, un libro, una botella de vino y una muda en el petate, era mucho. Y escribí y trabajé en la construcción como un cabronazo para perseguir mi sueño. Y luego dicen…



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