EL INSOMNE FUNCIONARIO 2ª PARTE
Tenía 77 años. Había nacido en el 1923. Y estábamos en el año 2.000. Jubilado desde los 65, ¿Qué importa el nombre? Seguía durmiendo de quince a veinte minutos en mi sitio en el casino. Era mi única concesión a la vida pública. Luego paseaba al perro por las huertas y cercanos montes. Ya no leía la prensa; aunque escuchaba la radio en la mesa del comedor durante las comidas. Mis noches de insomnio radical las pasaba leyendo mi bien surtida biblioteca. Afortunadamente nunca tenía problemas con la vista. Leía toda la noche hasta el amanecer. Tomaba un buen café de puchero con un mantecado y con Tristán me dirigía a dar el paseo. Nací soltero y solitario. Así que enterrar perros no me daba soledad añadida; aunque, por supuesto, una gran pena. Pena que mutaba en alegría cuando Eulalia, mi fiel cuidadora, hija de Eulalia mi anterior gobernanta, me presentaba un cachorro de podenco de la misma estirpe del recién fallecido. Últimamente hacia una parada de descanso en la cabaña de piedra de mi propiedad. El hijo de Eulalia, Tomás, había creado un huerto bien trabajado que proporcionaba verdura fresca y ecológica. Había un cerezo, un albergero, un melocotonero y una higuera de higos blancos. La cabaña servía para guardar los aperos con que trabajar el huerto. Tenía una chimenea y un pozo de manubrio. El agua era fresca y con sabor a cindol (regaliz de palo). También al lado solano tenía una parra de moscatel y un banco de obra. Sentado allí al sol, huyendo a la idea del ingreso en una residencia, se me hizo la idea.
El hijo de Eulalia, trabajador en una empresa de automoción, se casaba en unos meses. La vivienda estaba muy solicitada dada la llegada de gente a trabajar en el polígono industrial.
¿Para qué quería semejante casa en medio del pueblo?
La verdad es que la calle, antes principal y de respeto, bullía de chiquillos todo el día. No era cosa extraña volver del paseo vespertino y encontrarme un botellón en los escalones. Botellón ruidoso que seguía hasta la noche. En verano ya no había fresca de mujeres hablando a media voz. Había sido sustituido por esos enormes parlantes escupiendo una música foránea y estridente.
Saqué del bolsillo de mi chaqueta de pana mi libreta y un cabo de lápiz comenzando a esbozar mi futuro.
Remozar y adecuar la gran cabaña como vivienda.
Sistema fotovoltaico de electricidad. Rejuntar piedras de paredes y revisar tejado. Construir un baño al estilo balear en el exterior. Y lo más deseable a mí deseo: meter madera de pino en suelos, paredes, muebles, estanterías para mis libros. Nevera y cocina a gas butano. Y lo primordial: mi vieja autorradio alemana en un mueble de pino con dos buenos altavoces. Estos planes me remozaron y abrieron el apetito. Regresé a casa entre la marabunta de gentes desconocida.
--Eulalia, ven. Siéntate. Escucha con atención.
Tras exponer mi idea, alterada, se retorcía las manos.
--Debe haberle dado el sol de lleno. Ábrase visto que idea más descabellada.
--Pues vas a llamar al albañil de casa, a los electricistas, y al carpintero de siempre. Y los quiero ayer.
--Ah, se me olvidaba. Tú hijo una vez que me instale en la huerta puede arreglar a su gusto está casa y vivir aquí con su mujer. Ya le diré las condiciones.
Las condiciones, claro, eran que fuera mi enlace y secretario. Traerme butano, alguna compra semanal, y seguir con el huerto.
Eulalia ante está nueva situación se quedó más tranquila.
Pronto todo se puso en marcha. Me gustaba bajar por las mañanas con Tristán y ver a todos los gremios trabajando sin molestarse. Trabajaban rápido. Sabían que no tendrían que esperar para cobrar ni les haría posibles rebajas. Un día bajé y ya había luz. Las placas solares refulgentes al sol de mayo cargaban las baterías de litio encuadradas en una caja parecida a un pequeño frigorífico de los años 50.
El carpintero y su hijo se afanaban metiendo placas aislantes y cubriéndolas de paneles de pino. Trabajaban luego en el taller en los muebles: cama, mesilla, mesa comedor, sillas, escritorio y armarios de cocina. Los albañiles habían retejado el techo primero para que pudiesen poner las placas solares. Ahora uno rejuntaba la piedra vista y dos construían el baño exterior. Luego tendrían que reformar la chimenea y una salida para una estufa de hierro fundido. Así como una leñera. Ya estaban hechas las excavaciones para la fosa séptica y el pozo de filtración. Luego vendría el fontanero para poner al pozo una bomba y llevar el agua al baño y la cocina. Me sentaba en el banco bajo la verde parra satisfecho de la gente trabajadora de mi pueblo. Por supuesto había solicitado libros sobre casas autónomas y pasado noches tomando apuntes. No fue necesario dar ninguna indicación. Incluso me indicó un joven electricista que podía tener internet por satélite. Hughesnet desde el año 1996 ofrecía este servicio. Desde luego que tenía un vetusto portátil y me habían instalado un router en casa. Lo utilizaba para comprar libros y consultar sobre literatura. Le dije que me lo pensaría.
Para mí cumpleaños todo la idea se había hecho realidad. Rellené los cheques de pago e invite a una costillada de cordero a todos los partícipes en la épica gesta.
Tomás se encargó de las brasas y parrillas. Eulalia de ensaladas y postres. Las cerezas en los boles de madera estaban brillantes. El vino y la cerveza fría corría alegremente. Con tanto follón me había olvidado de mí autorradio. El de mi último coche. Compañero de paseos por los montes de Rodanas, amenizando con buena música el bello paisaje.
Es estás que el carpintero padre hizo un gesto al hijo que a su vez se dirigió a la furgoneta. Volvió con un alargado objeto envuelto en una toalla. Se dirigió a una estantería vacía. Las demás ya rebosaban de libros y pequeñas macetas. Saco de la toalla el mueble más hermoso que había visto nunca. En el centro mi autorradio Blackpunkt con un ecualizador de coche Pioneer y dos altavoces JBL. El muy bribón había añadido dos subwoofer Kenwood en los laterales. Barnizada la madera con esmero relucía como una joya. Procedió a enchufar la toma de antena con la hembra del tejado donde los electricistas habían puesto una antena omnidireccional de FM con un medidor de campo. Enchufó la corriente y aquel artefacto se puso a sonar embargando todo con su armonioso abrazo. Mozart.
El precio del invento me había parecido exorbitante; pero ahora deducía que valía hasta la última peseta.
Comimos, bebimos, Tristán se empacho de carne y huesos. Y a media tarde, cansado pero satisfecho, los vi marchar.
Me senté bajo la parra. La nevera estaba llena. La cama sin estrenar hecha con sábanas de hilo. La autorradio sonando gozosamente su resurrección. Vivaldi.
El sueño de Tolstói de huir de la ciudad se había cumplido. Un abigarrado grupo de niños de diferentes etnias: blancos y rubios, africanos y magrebíes, se dirigían al cerezo. Al verme se paró en seco. Con la mano les hice el gesto de adelante.
--Por hoy podéis coger cerezas.
Era mi cumpleaños y estrenaba casa y vida. Tristán marchó a jugar con ellos. Al sol que se ocultaba le pareció bien.
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