Clapton primeros días.



Han pasado 42 años. Recuerdo la luz y los personajes de aquellos días con infinito cariño y respeto.

Me despertó el ring- ring del teléfono. Había dormido muy poco, tres o cuatro horas a lo sumo. Me arrastre al salón bajando las escaleras como un reo se dirige al cadalso. Sin ninguna gana ni gracia.
--Diga?
--José Manuel Rodríguez Sáenz?
--Sí
--Le llamó de la tienda La Silla. Ya tenemos las sillas y las cuatro mesas. Pueden venir a buscarlas.
--Oiga, debe de haber un error. Ayer se inauguró el bar. El aparejador consiguió mesas y sillas, taburetes, mesas pequeñas, en una fábrica de la carretera Logroño.
--Cómo dice? Aquí tiene su encargo listo para recoger.
--Le repito que tengo todo el mobiliario. Este asunto lo tendrá que resolver con el aparejador.
--Mire, le aviso: como no venga a recoger este mobiliario nuestro, me presento en su bar y le pegó fuego, cabrón.
Colgué. Después de un día de locos para abrir el bar el viernes de las fiestas de primavera, levantándome a las cinco de la mañana para pulir la lechada del mármol, colocar estanterías, llenarlas de botellas y vasos. Ni siquiera parar a comer, coger la Siata del Pichón y traer mesas y sillas, montar la barra con pinchos del Napoli, y abrir a la hora del cartel con la gente agolpada a la puerta. Servir copas gratis hasta las doce. Y estar hasta las 4 de la madrugada con amigos y colegas del gremio; no me merecía este despertar peor que aquellos toques de generala del cuartel.
Tenía 22 años. Había metido casi toda mi herencia natural en aquella empresa de hostelería. Y debía 5 millones de pesetas. Me esperaban años de trabajo sin días libres, ni vacaciones, ni tranquilidad; y para acabar de firmar mi desasosiego, la idea no era de mi propia iniciativa.
Y ahora en mi primer amanecer como “pringado” empresario, me amenazaban con el fuego y me llamaban cabrón.
Casi cojo el coche y me voy a alistarme a la legión extranjera en Francia . En vez de eso me hice una cafetera de buen café, me duché con agua fría, y llamé al aparejador:
Le conté lo ocurrido, nervioso y alterado. Tranquilamente me dijo:
--No te preocupes. Ocúpate del bar. Ahora me acerco a la tienda y pongo a esa energúmena en su sitio.
Así que me fui a preparar el sábado de fiestas.
Mis padres, ilusionados, habían dejado el bar limpio y resplandeciente. Había pensado abrir a las 12 como horario de apertura. Pero la puerta estaba abierta y entró mi primer cliente oficial.
--Un Martini y una de berberechos.
Ostras! No tenía ni una lata de aperitivo. Ni vinagre. Nada.
Le puse el Martini y a correr al Napoli.
--Una lata de berberechos. Te la pago junto con lo de ayer.
A correr. Le puse los berberechos con limón. Y mandé a mi madre a por laterio y vinagre.
A las doce el bar se llenó. Todo bien. Llegó la hora del café. Y las mesas se ocuparon para las partidas de guiñote. Normal. Puse música tranquila, Luis Eduardo Aute, pues no había pensado poner televisión hasta más adelante. De repente, crash, sonido de cristal al romperse. Casi al unísono, otro crash. Los tapetes verdes hundidos en las dos mesas pequeñas con cristal.
¡ Joer, como cantaban las cuarenta mis paisanos!
A recoger mesas y barrer cristales. Pronto se llenó a tope y trabajemos sin parar. El domingo fue igual. El lunes la gente subió en romería a la ermita de Rodanas. Pude dormir hasta el mediodía. Comprar en Lumpiaque bebidas agotadas. A la tarde subimos a merendar a Rodanas y bajamos ha abrir de nuevo. El martes vino el carpintero a primera hora y arregló las mesas poniendo madera de pino recia donde había habido frágil cristal. Fui al banco que me financiaba la loca empresa e ingresé mis primeras ganancias. Empecé con una entidad y terminé con tres. Bueno, la sana manzana empezó a podrirse desde el principio. He sido siempre un hombre de sacrificio compensado con recompensa. Y está recompensa venía envenenada. Entré en Cortés y compré una pequeña tele. Aquel primer día ordinario no vino nadie al vermut. Al café solo vino un entonces chaval que se puso a jugar con la máquina de Popeye. Cuándo se fue a trabajar, coloque la tele, la enchufe tras conectarla a la antena, y me puse a comer en la barra sobre la cámara, tras calentar la comida en un pequeño horno. Daban “La barraca” de Blasco Ibáñez.
Todo el pueblo descansaba de sus fiestas. Todo estaba bien. En mi caso, como siempre, paso a paso hacia mi frustración y derrota.
Y aún me dicen:
--Podías haber sido el rey.
Y siempre me preguntó:
¿De qué reino?
In memoriam a Miguel Pérez Villa. Constructor y facilitador de sueños.



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