Un amor adolescente en Calatayud



Emulando al principio de “Memorias de África":"Siendo un adolescente tuve un amor en Calatayud".
Recién cumplidos los 16 años, mis amores eran, una moto amarilla de cross y las rubias muchachas de corta melena rubia. De ojos marrones; las de ojos azules pertenecían al germánico grupo de las pijas burguesas. En aquellas mañanas de domingo, coger el tren de cercanías a Calatayud, era una placentera dicha. Paraba en todos los pueblos. Pasada Morata de Jalón el entorno se mostraba más agreste, se enriscaba, y, los cultivos aterrazados, al albor de la fresca y primera luz veraniega, mostraban sus frutos en plena sazón. Las cerezas de Sabiñan, carmín festivo, daban ganas de bajar del tren y saciarse. Los pintureros alberges (albaricoques) aterciopelados como el rubor de niña en pecado, hacían la boca agua. En algún huerto, orondas y panchas, se desperezaban las atigradas sandías. Sobre las diez llegaba el tren a la ciudad bilbilitana. El paseo principal, por donde transitaban los vehículos de la N-II Madrid-Barcelona, estaba bien surtido de bares y cafeterías, una pastelería de renombre y un quiosco de prensa. Hecho un hombrecillo, compraba el Heraldo, y me apostaba en un velador con una horchata casera. Ojeaba el periódico sin mucha atención, oteando la avenida. Me hacia el interesante, abstraído en las noticias, cuando el sutil repicar de unos zapatos castellanos se detenía ante mi mesa:
. - Manuel, has venido.
- Pues, claro, monina"
Sabía que la hacia rabiar, pero me encantaba su mohín coqueto.
-Vamos a La Ronda. Que por aquí toman el vermú mis padres".
Y nos íbamos al bar con la sinfonola mejor surtida de todo Calatayud. Dos penaltis con limón y que sonará el "Disco Stomp". Estaba preciosa, Pilar, con sus calcetines calados blancos, su plisada falda azul y su blanco Lacostte . Su rostro pecotoso por el sol. Y todas las tonterías de dos adolescentes en un sofá de rojo skay.
A las dos menos cuarto corría a comer. En el vacío bar me pedía un bocata de dorados calamares y esperaba a que la dejarán salir.
A las tres, sus padres atrapados por la siesta del telediario, volvía a salir. Había sustituido la falda de colegiala por unos ajustados jeans blancos y un polo rojo.
-Dónde vas, ¿a Pamplona?
-No, gracioso .Al "Oso Goloso”, ¿vienes?
Pues claro que iba. Era el disco bar más trapero que te puedas imaginar. Un tocata mono, una caja fruta llena discos, y dos neveras de quinta mano. Cacahuetes, pipas, pitillos sueltos, y un futbolín con los jugadores sin cabeza. Unos colchones con colchas de la abuela sobre palets hacían de acomodo. Las paredes forradas con sacos de patatas y póster cachondos. Del servicio mejor ni hablar. ¡Pero, demonios, que libertad! Sonaban los “stones” a las 4 de la tarde y, botellín en mano, nadie se metía con nuestra adolescencia. Barbudos de vaqueros sobados y camiseta sucia, se pasaban olorosos porros y jugaban al futbolín sin reparar en nosotros. Amagabamos besos, meteoricos roces, caricias fraternales, libres de chuscos comentarios. Ya bajaba la canícula y nos subíamos al castillo. Y entre inocentes besos, prometíamos escribirnos entre semana.
-Toma. Para que te inspires cuando me escribas”
Y me dio una cinta de Simon&Garfunkel.
El tren salía pronto. Era hora de ir a la estación.
En el cielo se gestaban nubes oscuras preñadas de lluvia. Nos despedíamos con los ojos crispados. El tren partía en descenso. Matrimonios con paquetes de pasteles, soldados que comían pantagruelicos bocadillos y se pasaban la bota. Jovenes parejas de acicalados novios bajaban sonrientes en las pequeñas estaciones. Súbito, el latigazo eléctrico del rayo, el retumbar entre los riscos del trueno. Descargaba la tronada estival sobre las rocas, al momento descendía por las barranqueras y regaba huertos y frutales. Amagaba unos segundos el toque de piano del granizo, las caras se ensombrecian, pero la fuerza de la pura lluvia, lo hacía desaparecer. Entrábamos en zona llana, por Ricla, y el sol brillaba por el campo de Cariñena. Épila, ni gota. Llegaba a casa, merendaba, y a lomos de mi amarilla bajaba al baile.
Pero no era igual. Mis amigos, entonados, preguntaban. Las chicas que rondaban se hacían las pavas orgullosas. Quedaba una hora de baile y me querían hacer pagar. En mi bolsillo de la camisa tejana llevaba su cinta. Así que cogí la moto y volví a casa. Me puse el reproductor de casete en bandolera y me fui a la estación. Había un almacén de carga donde te podías sentar lejos de la gente. Encendí un cigarro y le di al play. Siempre me habían parecido pasteleros y moñas los Garfunkel. Pero, con su aroma en mi camisa, su risa en la memoria, sus piquitos de paloma en los labios, me reconfortaba la noche que me abrazaba en soledad.
Escribí algunas cartas; me contesto. Era mejor escritor epistolar que pretendiente. Subí un sábado, fuimos a la discoteca, bailemos con premura y sofocón las lentas del verano. Me tiró un saco de dormir por la ventana y dormí junto al Jalón. El hombre de la gasolinera me dejo asearme y peinarme. Y pasemos otro domingo idéntico.
Me escribió y me dijo que salía con otro. Que cuando cogía el tren, otro la esperaba. Que era muy duro esperar toda la semana.
16 años.
El tacto pringoso de la adolescencia. Besos de chicle de fresa y pipas saladas. Tiempos ni buenos, ni malos. Puros .

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