Hermano Cecilio.



Teníamos AC/DC, Leño, Barricada, y a tantos, entre humo y cerveza. Teníamos unos cuantos baretos: Tiffanys, JAMM, Metrópolis, Hispalis, Obbe, Ciros. Una en el Clapton y a la Decibelios. Si había hambre, un bocata en el J.J. Y cuando el pueblo quedaba en silencio, solo se escuchaban las tórtolas y el susurro del aceite en la churrería. A veces solo; a veces en compañía, esperaba que se levantará el telón. Con las ventanas alzadas, siempre de buen humor, me cantabas aquello de:
"Los paracas españoles vino tinto han de beber..."
-Pon un revuelto, Cecilio. El tinto para la carne asada.
Y arreglábamos España. En ese lapsus escaso en que estábamos solos.
Luego empezaba a llegar gente a comprar churros.
Me volvía los bolsillos del revés. Si había dinero, seguía de bares. Bebiendo. Era lo único que quería, beber. En casa no me esperaba nadie. Etiquetado y maldito me iba para el Napoli, el Gato, o el Ruedo.
El lunes llegaría con su látigo perseguidor.
Unos tiempos para no acariciar. Sino para sacudirlos al viento y que se vayan bien lejos.
Aunque hubo mucha risa y mucho desparrame. Y los amaneceres eran un cuadro de Van Gogh, pura locura química.
Descansa en paz, Cecilio Murillo, hijo predilecto de mi memoria.
Ten a mano el anís y el moscatel; supongo, que arriba, se podrá beber sin llorar, ni volverse loco.

Cuadro de Pepe Baena.





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