Sequía.
En los veranos de sequía extrema, cuando las balsas ganaderas eran la geografía del reseco quebranto; sacábamos agua del pozo a brazo y cuerda con el pozal de cinc. A las 10 ya buscaba la sombra el perro. El burro les servía de sombra andante. Procesión de la modorra hacía la majada. El aire fragmentado en volátiles partículas de bochorno. Altos cardos borriqueros como centinelas altivos del barbecho. El gazpacho, un pisto de bonito, y el helado de vainilla casero con leche de cabra. La sandía y las cerezas de Lumpiaque del tío Cogivete. La casa oscura como interior de tinaja. Fresca. Las sábanas blancas con aroma a lavanda y lejía. Siesta. El despertar al primer trueno:
"San Bartolomé se levantó, pies y manos se lavó....
Oraba mi madre.
Mi padre risueño añadía:
"Con el agua de un botijo...
El cielo se desgarraba en un talud de lluvia, gotas como sombreros de obispo; la reseca tierra tragaba, algún sapo revivía, y el temor al granizo, a la piedra envenenada, blanca del cielo, persistía.
Bajo el arcoiris soltábamos el rebaño. A la carrera hacia las balsas. Los belfos sedientos aspirando barro y agua lechosa.
La fragancia de la paja mojada. La tartera con ensalada de tomate, aceite, ajo, y espolvoreo de tomillo seco.
La luna, la radio, otra España. De playa y montaña. Dejábamos el rebaño a su aire, todo más al celo de los perros. Sobre el viejo remolque con suelo de madera, rezumio de mosto, dormíamos mi padre y este que recuerda. Hasta que el lucero miguero nos empujaba en un amanecer nuevo, pero viejo en su costumbre. Recuerda y vuelve a la sagrada tierra de aquellos años. Cuando la gente aún, en su humilde condición, silbaba a los días un pasodoble torero.
Comentarios