Salou



Benito, un solterón en pleno ejercicio de su libertad, subió a la finca el domingo después de terminar la siega. La cosecha excelente. Tras una sequía de tres años; la climatología había sido benigna, llenando silos y almacenes de dorado grano. Acompañado de una de sus juveniles conquistas, se le veía en la cara de felicidad, el cierre de una buena venta. Whisky en mano, mientras le entregaba unos Play Boys envueltos en el Heraldo, le hizo con ansiedad la pregunta clave:
-Rafael, buena cosecha. Brindo por el buen año.
Sin levantar su vaso de leche merengada, Don Rafael cogió la revista Autopista, y señaló:
-Este en color beige. Quiero llevar a Manolico a conocer el mar. Y a sus padres de vacaciones .
Y hubo suerte. A las dos semanas apareció Benito conduciendo un flamante Dodge Dart beige.
Hicieron cuentas, le entregó un cheque, y en el coche del taller con un mecánico marchó más que contento.
Don Rafael, encendió un 46, y se quedo mirando ensimismado. Era la mirada que se podía observar en un sátiro que se encuentra a una virgen borracha en el pajar. Pasaba la mano por las líneas aerodinamicas, como si fueran medias de blanco satén. Olía la piel de los asientos, como el cuello de una madame parisién. Temeroso se deslizó al asiento, ajustándolo a sus huesos. Retrovisores en línea, le dio al contacto. Arrancó, suave y silencioso cual alfombra volante de Aladino.
Me quedé con los nervios a flor de piel, jugando con los perros en la terraza. Mi madre preparaba las maletas,
¡ozú que puñeta!
Para nuestra escapada a Salou. Tres barreños de cinc llenos de agua se soleaban para asearnos. La bañera para Don Rafael se iba templando con pucheros de la cocina.
Cuando volvió de su estreno, me hizo un gesto y, por fin, subí en aquella carroza. Acompañados por los ladridos y saltos perrunos, fuimos a buscar a mi padre.
Mi padre ya había encontrado pastor de sustitución. Era fácil, dada la riqueza y extensión del pasto ofrecido. Solo quedaba ocuparse de Chamaco, que asno listo como todos los de su especie, recelaba atado a un tronco de almendro suelto.
Al final le dijo al pastor, que le llevará un cubo de agua todos los días debajo de la higuera grande. Pero que bajo ninguna circunstancia lo soltase, pues, en ausencia de mi padre, se daría a la fuga, encaminándose a los plantaos de viña joven de Lumpiaque. Arrasaría con todo, y el burro saldría por el precio de un alazán de raza árabe.
Después de la siesta, nos metimos en los barreños y nos frotamos con esmero con jabón Lux. Mi madre uso piedra pómez en mis rodillas. Y escoscaos como para ir de boda, luciendo ropas veraniegas de Forcen, esperemos que Don Rafael saliera de su dormitorio.
Con zapatos de dos colores, camisa de manga corta azul, pantalón de lino crema, afeitado y el pelo engominado, parecía el hermano ermitaño de Humphrey Bogart.
Cerramos el chalet, comprobamos que los perros tuvieran agua y pienso. Metimos las maletas y para Salou.
El viaje fue una delicia. Con aquel haiga los baches ni se notaban. Don Rafael de excelente humor hasta puso la radio. Y exceptuando la broma que me gastó al pasar por Reus, un bonito viaje:
”Ahí está el manicomio, Manolico. A la vuelta igual te dejamos ingresado".
A parte de esa broma todo fue como la seda. El viaje, claro. El arribo a Salou fue en medio de una tormenta eléctrica escandalosa. La negativa de morada en los hoteles que recorrimos nos apenó un poco. La noche se echó sobre nosotros y tras la tormenta vino la calma. Cenemos pescadíto frito en una terraza y nos refugiemos en el coche para pernoctar.
Al amanecer, salimos a desayunar, y en el primer hotel que entremos, nos dijeron que tendrían habitaciones libres a las 10 de la mañana. Bien. Problema resuelto.
Con la barriga llena de churros y chocolate, nos acercamos a la mar. O el mar, como ustedes quieran. Una inmensa balsa de azulada agua brillante que hacia como abanicar la playa con sus olas.
Corrí a meter los pies, me sorprendió que estuviera fría. En las rocas había cangrejos. Y algunas enormes mujeres de pecho exuberante salían de los hoteles para tumbarse en la arena. Volvimos para depositar nuestro equipaje en el hotel. Hotel Presidente, creo que era. Luego, volvimos a la playa. Don Rafael no se puso en bañador. Mis padres alquilaron unas hamacas y sí que se pusieron a tomar el sol en bañador. Mi padre nadaba y hacia la plancha o el muerto. Don Rafael sacaba fotografías. A la tarde íbamos a Cambrils a pasear y cenar. No recuerdo hacer amigos. Hubiera sido un milagro, ya lo era que me pusiera pantalones cortos. Bañador sí, mi padre también se ponía un meyba a rayas. De lo que sí recuerdo con claridad es que pronto me cansé. Me preguntaba por los perros. Chamaco con su tronco a cuestas como un penitente.
Don Rafael sintió la misma nostálgica sensación de tedio. Mi padre pensaba en sus ovejas, mi madre en su cocina, y sacaba faltas a la comida.
Total, que volvimos.
No me dejaron en Reus, para mi suerte.
Paramos a comer en el restaurante "El Ciervo", toda una celebridad. Las chuletas de cordero me supieron a gloria. Y bajando el Caracol, se fue perfilando el pueblo.
Los perros salieron corriendo a recibirnos, ladrando de alegría. Me fui corriendo a soltar a Chamaco que no se alegró de verme. Monte a pelo, lo arreé con fuerza y, para no variar, me lanzó por las orejas.
Salía humo por la chimenea de la cocina. Mi padre se había puesto el sombrero y las albarcas. Don Rafael arrancó para perderse por solitarios caminos con su nuevo capricho.
Me rehíce del tozolón. Chamaco rumiaba una espiga mirando los brotes verdes por Lumpiaque.
Estábamos todos en casa.

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