La rica joven y viuda.
En el pequeño pueblo la hora de comer era sagrada. A la una del mediodía todo el mundo se sentaba a la mesa. Hasta la una y media, en que los hombres salían al café, se podría decir que las calles pertenecían a los fantasmas y algún perro callejero. Y a la joven y rica viuda.
Había dado orden a su vieja criada de poner la mesa a las dos. A la una en punto se tomaba un capirotazo de vermú de barril y, emperifollada en su luto brillante, salía a la calle sin gentes.
Para su suerte, vivía a poca distancia del cementerio.
La que había sido una niña guapa abusada por su padre borracho. Pobre de las que meten el dedo en el culo de la gallina para que pongan el huevo antes; se había convertido en una mujer de bandera. Un monumento de carnes prietas y curvas pronunciadas. Una muchacha con la biología adelantada debido a los abusos paternos.
Su padre, borracho, pero no tonto, abuso de manera manual de aquellas blancas carnes; pero, astuto como un zorro hambriento, respeto su íntima flor.
A caballo iba el cacique cuando al pasar por el lavadero comunal observó una grupa que se movía a un endiablado ritmo mientras frotaba la ajada ropa. Unas medias caídas dejaban al sol unos carnosos muslos de pura nieve. El cacique, obnubilado, siguió su camino hacia sus fincas. Pero antes, al encontrarse con una vieja alcahueta, preguntó por la moza lavandera.
--"No puede ser otra que la Jacinta. La hija del furtivo Julián. Ya sabe usted, el alimañero y cazador furtivo que anda siempre borracho."
El cacique, viudo que había perdido a su mujer en el parto de su hijo único y heredero, pensó, caliente como una laja al sol, la manera de beneficiarse a la carnal moza.
Al regreso de sus fincas tomo la determinación de sincerarse con Manuela, su actual criada y amante.
--"Manuela, desde que quede viudo hemos tenido lo nuestro. Va para la edad de Diego, 15 años que nos entendemos. Te di una casa, te casé con uno de mis jornaleros, y unas tierrucas de huerta sin cobrarte la renta.
Pero...todo tiene su principio y su final.
Necesito que vayas hoy mismo a casa de Julián, el alimañero, y le digas que estoy interesado en su hija como criada interna."
Como si fuera una vaquilla elegida para las fiestas, Jacinta entró en la casa solariega enorme del cacique. Después de que Manuela la refregará con jabón lagarto y estropajo de esparto, admirada de las curvas de la falsa delgada, la vistió con ropa negra y delantal blanco. Y, lo más importante, la adoctrino para sus posibles enriquecimientos a cambio de sus favores. La noche llegó y el destino se cumplió. Sin contemplaciones, Jacinta fue penetrada y sintió como un rayo en su centro anegado.
La vida siguió en la casa grande. Como era normal, Diego, el hijo del cacique, espiaba a Jacinta, y ella se dejaba espiar. Se soltaba un botón de la bata o se subía las sayas para fregar de rodillas. El joven corría al pajar con la premura de la sangre. Estudiante como era, su preceptor, un hombre represaliado por la dictadura por maestro republicano, a espaldas de su padre, le enseñó los secretos del amor físico con una mujer.
Al primer viaje para vender unos novillos; ocurrió lo que tenía que pasar.
Jacinta, acariciada, besada, lamida en lo más íntimo sintió que se derretía de placer. Y ya cuando el turgente miembro la penetró con ímpetu, sintió que levitaba, moría y resucitaba. Había descubierto el éxtasis del orgasmo.
Todo siguió como una locura de encuentros, placenteros o obligados.
Hasta que una semilla, vieja o joven, prendió y Jacinta se vio preñada.
Consultó a Manuela, y ella le dijo:
--Déjalo de mi cuenta.
Al poco las campanas sonaban a boda. Era normal que un viudo rico se casará con una criada pobre. Más cuando era un cacique que tenía todo el pueblo en sus manos. Era normal que la sangre llamará a la sangre. Y que el hijo no respetará a su madrastra; sino que la encontrará más apetecible con sus enormes pechos lechosos y la tripita rebosante de vida.
En un viaje fallido por una tormenta que derrumbó un puente, el cacique los encontró en plena jodienda. Locos de frenesí ni siquiera se dieron cuenta de su presencia hasta que sonó el primer disparo. Diego, propulsado por la posta lobera, salió de Jacinta y se estrelló contra la pared. El cacique apuntó a Jacinta que se puso las manos cubriendo su ya abultada panza bañada de sangre. El cacique giró la escopeta y se voló la cabeza.
Los enterraron juntos, tumba con tumba. Jacinta perdió a su bebé y quedó como ida. Para el pueblo, loca.
Heredera del cacique vivió en la casa solariega atendida por Manuela. Un administrador medio honrado rendía cuentas de sus propiedades. Ella eligió las lápidas para su marido y su amante. Nadie la ve a esa hora del mediodía. A la una y media ya está en su casa. Fumando un cigarrillo y tomando su segundo vermú, esta vez con aceitunas. Un vagabundo borracho, pidiendo vino a cambio de su visión dijo:
--"Andaba por el cementerio buscando una sombra para dormir la mona, cuando la vi. Como se levantaba las faldas negras y se subía a la tumba. En un momento jadeaba como una perra en celo, mientras escupía y maldecía hacia la otra tumba. A los pocos minutos aullaba al cielo y se tumbaba sobre la tumba. Esa de las manos entrelazadas con un dedo hacia arriba. Luego se recompone la ropa, vuelve a escupir a la otra tumba. Y se marchaba."
En la taberna le dieron un trozo de cecina, un currusco de pan duro y le llenaron la sobada bota de vino.
--Sera mejor que no vuelvas nunca más por este pueblo. A los mentirosos les rompemos todos los huesos."
Mientras salía del pueblo; Jacinta, satisfecha, daba cuenta de un dorado capón.
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