La carretera.

 Ahora que el cuerpo es una lista de dolencias y la ruta diaria de pastillas varias. En que la mente, cual puré sin sal, espera pocas sorpresas. En el paseo vespertino con Bigotes, suelo acercarme a la carretera. Pesan los recuerdos más que el frio o la calor. Pican más que los mosquitos y, sin embargo, a estas alturas, encienden una sonrisa.

La carretera a La Almunia. 

Inicio la serie con una bicicleta roja de carreras, a los 10 o 11 años. Hecho un “mangas de hambre” sólo me faltaba darle duro al pedal para estar más flaco que la vara de la doctrina.

A continuación las excursiones en verano a los sifones de Lucena y Salillas de Jalón. Ya en ruidoso ciclomotor campero. Cuando la canícula aflojaba, las muchachas salían a pasear, frescas y lozanas, con la cara lavada como una manzana. Aun no habían llegado las piscinas a los pueblos. Y las chicas salían con la cabeza romántica por las radio novelas escuchadas en la oscuridad atemperada de la obligada siesta.

¡Qué genio bañado en sencillez!

Proyectos de mujer con todo por venir. Mirando soñadoras el agua del río pasar; los coches de algún turista despistado.

Ya era lector de Hermann Hesse. Mi primer maestro antes de la obligada morralla marxista. La engañifa revolucionaria; tan inútil como dictatorial. La rebeldía me salvó de semejante losa a la libertad.

Unos años más tarde esa carretera, libre, sin tatuar; nos llevaría a muchos pueblos en fiestas. Pagando a escote el taxi a José Luis el Gigi, ida y vuelta, nuestros 15 años recorrieron bailes en almacenes con la orquesta sobre un remolque agrícola. El primero fue Alpartir. Lo recuerdo porque me empareje con una almuniera salerosa de 16 años. Luego, Ricla, Alfamen, Longares, Cariñena, Morata. Después, en Las Vegas, todos los sábados se celebraba verbena con conjunto musical en la terraza y discoteca en el interior. Por cierto, vale como anécdota, que Alfredo, el pinchadiscos, (eso de diyei, no había ni nacido) vino a decirnos al 63 que habían terminado de instalar las luces y demás parafernalia disco. Gigi y este servidor fuimos los primeros en mover el esqueleto bajo las luces estroboscópicas.  

Todas las chicas que obtenían permiso venían a nuestro pueblo. Genial.

Cuando conseguí el justificante del aprobado carnet de conducir; una tarde de sábado, duchado y ungido en Long Player Special saque legalmente mi primer coche del garaje. Ilegalmente, por circunstancias atenuantes, había conducido desde los 12 años por caminos de monte. Pero, ahora, saludaba al número de la Guardia Civil que estaba de puerta con una sonrisa de oreja a oreja. 

Acompañado por la grave voz de Neil Diamond; me dirigí a Lucena. Tomé una cerveza y regresé al pueblo. A buscar a…y por ahí no sigo. Tengo un respeto religioso por quién aguantó y compartió mi locura juvenil.

En otra carretera, otro sábado de fiestas; ese coche quedó gravemente herido. 

Viviendo en la azucarera, siendo hijo único de padres para nada gastadores, pronto tuve en mis manos otro volante. 

Y vino el servicio militar. La decepción y la inmensa alegría. La carretera me llevaba a Murcia, vía Cariñena, Teruel, Valencia, Alicante…

Luego de Alcalá de Henares a mi pueblo, viernes tarde o sábado mediodía. Nacional II y La Almunia desvío por la conocida carretera. Y el domingo regreso al cuartel. 

Es curioso. Cuando me licencié, abotargado por dos días de parranda por Madrid, me alce de la cama mercenaria a las seis de la tarde. Me duche, vestí, y me quedé en blanco. 

“Vamos para el Foro, ¿no?

7 de julio de 1982. Concierto de The Rolling Stones en el Vicente Calderón. Cielo con una admonición de tormenta. Y cansancio; demasiados meses, mucha disciplina. A veces me pesaba cierta doble vida. Nunca he sido bueno en el engaño. Como torero no hubiera durado nada. 

“No. Me voy para casa. Toma la entrada. Véndela, te la pagarán bien. Adiós.”

Cogí el coche y la nacional II. En Calatayud me pilló otra tormenta; digo otra, no creo que fuera la misma que hizo exclamar a Keith Richard por el micrófono:

“ Estoy seguro que el día en el que muera, con independencia de que vaya al cielo o al infierno, Dios me pedirá que le pague los rayos y truenos tan impresionantes que desató para nosotros” 

La gente, dicen que decía:

“Si esto es el infierno, pues mola mogollón”

60.000 personas danzando bajo la lluvia torrencial con una cúpula celeste explosiva de rayos y truenos.

Y yo tomando una cerveza y un bocata de tortilla de patatas con mayonesa y salsa picante en el bar La Ronda. No paraban de poner a los Rolling en la misma sinfonola en que, 6 años antes, ponía para Pilar “Tonight’s the Night” de Rod Stewart.

Paso la tormenta. Sin prisa descendí por El Frasno hasta La Almunia. La carretera. Harinas de La Parra. Como un faro para este náufrago.

El pueblo estaba vacío. Era miércoles. Sólo en la Bolera estaba mi amigo Ricardo hablando con Miguel. No paré. No tenía ganas de hablar. Tenía miedo de beber hasta borrar la agonía del periodo militar. Me fui a casa y dormí todo el día siguiente. 

Luego, unos cuantos coches más, alguna moto. El Mesón de La Ribera. Madrugadas de domingo. Calatorao. Mucho alcohol. Mi amigo de Alfamen, el Cristo. Calatorao y los Aguirre. 

Carretera por donde baja el bus de Agreda. El chófer simpático, buena gente. 

Mis ojos se humedecen. No es para menos; tampoco para más. No es la ruta 66. Ni yo Kerouac. Pero siempre será p


ara mis ojos.

La carretera.

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