Huir.

 Ni sabía cuánto tiempo llevaba sin salir al pueblo. Sabía que era octubre, después del Pilar. También sabía que me atraía el tren. No para quitarme las alpargatas y tumbarme a esperar a la fría dama; sino para viajar, irme. 

"Mañana me voy a Barcelona. Ya no puedo más. Cuida de Eric."

Mi madre asintió, resignada. A su manera era sabia a la vieja usanza; supongo que intuía que volvería, como así fue.

En mi celda puse radio 3, como cada día, y me puse a llenar la mochila. Esta vez añadí una maleta y una bolsa de ante. Herencia de Don Rafael. La gris alfombra me llamaba:

"Túmbate, que importa la cantidad de tiempo que pase. Tienes techo, comida, algo de dinero.".

Los libros recitaban la vieja cantinela:

" Léenos, otra vez. Otra vez, mejor leídos seremos. Más saber te 

daremos."

Mi burbuja entera se rebelaba a mi marcha. En la terraza el sol del membrillo, cálido, quizá cansado, me ofrecía el amparo de su luz. Los plataneros tamizan los últimos calores. La decisión era firme. Sí alguien sabía de firmeza en las decisiones, era este sujeto que se ponía los cascos para dar un paseo con su perro.

Invencible en mis desastres; era el escombro de diamante. Se me podía hacer dar la vuelta; nunca caer derrotado.

Recuerdo aquel consejo rafaelino:

"Cuando te ahogues por falta de oxígeno; aprende a darle la vuelta a todo que te rodea, hasta encontrar aire respirable. No importa el precio. Sobrevivir es la meta final."

Llegué a la casa Mareca. Aún el sol sacaba brillos a la ventanas de los cabezos. Acariciando al adusto doberman, sentí una envidia sana hacia mis amigos que habían encontrada la precisión amable de la línea recta. Unos por inercia. Otros firmes en su determinación. Pero no daban vueltas en círculo cual ovejas con los sesos hechos agua.

Regresé, merendé, y vi unos bocadillos envueltos en papel de aluminio. Y mi vieja botella de La Pitusa llena de vino tinto. 

El viaje era inevitable.


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