Hígado crudo
Era un hombre de rubias y claveles. Según su propia filosofía, la mujer tenía que tener sus dos claveles bien hermosos y, a ser posible, bañados por el rocío del deseo. Un alma clavelina de puros atardeceres y luceros tristes. Un sexo clavel sonrosado como un corte de entrecot al punto. Entre rubias, este hombre, se cruzó con una morena caníbal que tenía un alma oscura y un sexo hígado crudo. A ese hombre desde la tierna infancia le habían obligado a comer hígado encebollado. Nunca su madre que lo mimaba. Pero, obligarlo, lo habían obligado entre lágrimas y al borde del vómito. Así que no acometió en la batalla. Cerró la faena con unos besos de tornillo y salió por peteneras. Con los años le encontró el gusto al hígado encebollado; y, como un Hannibal Lecter cualquiera, devoró toda clase de carnes. Cultivo claveles de todos los colores y se arrepentía de haber sostenido filosofías absurdas.
¡Ay, el alma y el clavel de una mujer ni es tinto ni tiene color!
Joan Jeet lista con el bate para obligarme a comer hígado crudo.
-Que ya me gusta desde hace mucho tiempo, rockera.
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