Familia



Para un aprendiz de escritor; uno de los temas más delicados es escribir sobre la familia. Para unos tema tabú . Para otros monotema recurrente.Todas las familias felices se parecen; todas las desgraciadas son por diversos motivos. Kafka no respetaba a su padre porque ordenaba y predicaba una disciplina que él nunca cumplía. Bukowski, ahora que su reconocimiento es notorio, odiaba a su padre por su violencia física hacia él, fruto de su frustración existencial. En mi humilde caso, ante un vacío de paternidad, mi infancia fue, digamos, secuestrada. Un secuestro amable, lleno de lecciones calladas y muy reconfortantes. Mi padre, mutilado de guerra, herido dos veces; vagaba con sus ovejas por las soledades de aquella inmensa finca. Inmerso en sus recuerdos guerreros y herido para siempre. Las heridas de guerra nunca cicatrizan por los adentros.
Era un buen pastor y me quería. Pero era un solitario. Que se hubiera casado siempre fue un misterio. Sino un misterio una paradoja climática.
Una tormenta bestial llevo a mi progenitor a refugiarse con su burro en la dehesa donde mi madre trabajaba de cocinera-cuidadora de un alma en pena, Don Rafael.
Una toalla, un vino pajarilla y unos mantecados caseros hicieron el resto. Chamaco se aprendió el camino. Comprenden ahora mi atracción por las tormentas. Ahí reside el principio nucleico de mi existencia. Nacer como pensamiento abstracto en la mente de dos solterones.
Tres hermanos, dos hombres y una mujer, permanecieron solteros, juntos, y se arreglaron bien con la vida. Mi padre se escindió de la alianza soltera.
Dejando aparte las chabacanas razones esgrimidas en los mentideros; la verdad era que mi padre era una persona autosuficiente. Aparte de pastorear, producir buenos corderos; sabía cocinar, coser, curtir pieles, acecinar carne, y bastantes remedios naturales para curar enfermedades y heridas. El árbol recibe el trallazo del rayo y en parte sobrevive. Amén.
Don Rafael, mal llamado “el amo” descubrió en mi un entretenimiento a su soledad. Menos los perros, en aquella dehesa, todos éramos unos solitarios. Mi madre en su cocina con la radio, cocinando a leña y carbón platos elaborados, esos que ahora llaman de cuchara y chup-chup. Don Rafael paseando con sus coches, ensimismado en sus recuerdos alcohólicos y amatorios madrileños. Mi padre en su eterna guerra. Y este pedugo dejándose quitar un currusco de la mano por el lanudo Milú.
Don Rafael pronto me unió a sus recorridos. Con la condición de escuchar y callar. A veces cogía la radio una emisora de música clásica europea y me hablaba de Beethoven y su sordera. Me indicaba que leer. Incluso compró un curso de pintura por correspondencia que compartió conmigo. Siempre estuvo ahí. Hasta su muerte.
Mi padre era de momentos únicos. Un solo juguete me compró en Zaragoza: un helicóptero a pilas. Unas albarcas del tío Garrones, también; pero, aparte de unas dolorosas rozaduras, era un elemento de trabajo para pastorear. Un solo y único abrazo me dió cuando una noche ventosa, tanto que se fue hasta la electricidad; a la bailarina luz de unas velas me abrazó visiblemente emocionado cuando me colgué el petate para irme a la mili.
Fallecido Don Rafael, vendido el ganado, jubilado como caballero mutilado con el grado de sargento; si que hubo unos años que tuvimos una relación, más de amigos que de padre-hijo. Íbamos a cazar y disfrutaba indicándome con su vista de halcón donde estaba encamada la liebre. Cogíamos el coche y nos íbamos al Moncayo. Al mediodía elaboraba un rancho en un caldero pastoril pequeño. También fuimos a Belchite, al pueblo viejo devastado por la guerra. Ahí, fui testigo directo de las dos partes enfrentadas en el conflicto civil. Y como reflexionaban y entendían los motivos. Que la paz fue imposible. Punto.
También tenía sus puntos de humor negro y socarrón. En el casino de Almonacid de la Cuba, me sorprendió la conversación con la mujer tras la barra. Resultaba que era viuda, y ante mi total sorpresa, mi padre le dijo que era viudo. Empezaron hablar y yo me salí a buscar tabaco al coche. Joer, con el Manolo. Si se lo cuento a mi madre, agarra la maleta y se va una semana a Zaragoza con sus hermanas. Una semana a rancho y migas. Tampoco era tan mala la opción. Una semana de hombres.
Guarde silencio. La faltriquera de las perras la manejaba ella.
Fue un tiempo muy feliz. Luego vino el desastre. Pero como es mío, exclusivamente, mío, comprendan que no lo toque. Ahí anda aparcado. En un parking muy olvidado cogiendo el polvo de la decepción.
Querido Manolo, padre, eras muy buena persona. Gracias por aguantarnos.

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