El niño bueno
En mi tierna infancia era un niño muy bueno. Cuando raras veces había otros niños, me sorprendía de sus picardías y trastadas. Estaba inmerso en la bondad de los animales y la gente adulta, mayor. Recuerdo que con la Pepsi te regalaban figuritas del universo Disney. Pues las acostaba en cajas de madera de cerillas con su cama de algodón. Por la mañana corría a despertarlas y ponerlas en el castillo de cartón. Mi primer y automático orgasmo lo tuve con un Play Boy que me robé del despacho del "amo". Digo automático porque ante el primer felpudo peludo contraído y electrizado, caí de rodillas.
Cazar cazaba: con escopeta de perdigón, con la galga Fea y el mestizo Tarzán, luego con el canuto de un cartucho. Llevar una liebre a mi madre era un acto de creerme muy bueno. Es ancestral el acto de proporcionar carne fresca. Mi padre hacía lo mismo. Y todos disfrutábamos de los guisos con sabor a tomillo y romero. Fui el niño que ponía el balón, ya en la escuela, y al que no dejaban jugar jajajaja el niño que dijo al cura que en el cielo sólo había nubes, pájaros, y a la noche estrellas y luna, llevándose una bofetada. Luego me vengué no llevando sus recados y peticiones de vermú y whisky. Cuando la catequesis descubrí que tenía mucha más mano con las niñas que con los niños. Me gustaba su olor, su risa, su decoro; me gustaba todo de ellas. Nadie me llamó mariquita ni nada. Aunque no se lo crean, sí, en pleno franquismo había un chico que venía a la escuela con las uñas pintada y amanerado como un ababol pinturero. No recuerdo ningún insulto. Tampoco a los gitanos ni a los quinquis de paso. Cada uno a su palo. Puedo presumir de muy igualitario. Igual andaba con los más pobres que con los más ricos. Y siempre me enamoraba de chicas humildes. Ahora, para igualitario y colectivo, la sala de baile Las Vegas. Podía empezar con una "labradora fuerte" a endulzar la golosina y terminar el pastel con una obrera de la confección. La primera me sacaba a bailar y a la segunda la buscaba mi interés. El pastel, no se vayan a pensar nada raro; era terminar usando papel higiénico en la zona húmeda. Ni más ni menos. Aún no había coche a mano ni gomas de "La francesa" en el Tubo. Era cuando la vida era un poema y no teníamos ni idea de ser poetas. Éramos buenos, eso sí. Saludablemente, buenos.
Pintura de Ismael García Pozo.
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