El oso polar.
No era tan excepcional que nevera en invierno. Eran tiempos normales. Hacía frío en invierno y calor en verano. Las expresiones de los mayores eran normales, contundentes. Cuando hacía frío:
-- Más frío hizo en el febrero del 48. Se helaba el aceite en la alacena de la cocina.
Cuando hacía calor:
--Se están friendo los gorriones en las ramas.
Mi madre una vez tuvo un principio de insolación y vio en lo alto de una piedra a la virgen. Le dijimos que no lo dijera por el pueblo. Vivíamos muy tranquilos y olvidados.
Niebla, cierzo, dorondón, lluvia, aguanieve, nieve; bochorno, calima, calor seco. Sequía que secaba las balsas. Soga y pozal en los pozos; lo normal.
Desde muy pequeño, apenas aprendí a leer, tanta normalidad me abrumaba. Los días que el cierzo luchaba por arrancarte las orejas, me encerraba en el cuarto de los peones. Encendía una buena lumbre y me ponía a leer Reader's Digest antiguos. Todos los relatos eran de escritores aficionados y de superación personal. Alguna vez colaboraba un escritor profesional con cierto renombre; según la reseña adjunta. Da igual, me servía para evadirme. Sí, ya sé, la progresiva opinión de la intelectualidad española era que todo era propaganda del imperialismo yanqui. Y es normal que opinaran tal cual. Eran relatos de triunfo y superación personal, individual. No de las masas socialistas y comunistas liberadoras del pueblo oprimido por el capitalismo. En fin; corramos un tupido velo.
No sería de extrañar que andara muy influenciado con aquellas lejanas victorias de granjeros, madereros, mineros y pioneros norteamericanos.
Las ovejas de mi padre eran vacas Hereford, las cabras eran Texas Longhorn, y los zorros coyotes.
Y llegó la nieve. Una gran nevada que vistió de blanco los contornos.
Mi prueba de hombria era poner punto final a la jornada apagando la luz del garaje. Apagaba y corría en la oscuridad los escasos metros que me separaban del chalet. Henchido el pecho de testosterona infantil. Mi padre siempre decía:
--Que valiente. A mí me daría miedo.
Y me metía entre las mantas lleno de orgullo.
Pero aquel día de la inmensa nevada sucedieron cosas extrañas. Un número considerable de pájaros se estrellaron contra la pared iluminada. Un espectáculo dantesco. Los que no morían, caían heridos y los perros los remataban y comían.
--Anda y apaga la luz. Se creen que ha salido el sol, y con todo blanco, no tienen referencia para volar.
Así que me dirigí a cumplir mi cometido. Aparte a los tres perros de la finca y, cuando me alzaba de puntillas para llegar al interruptor, vi a un oso blanco que venía tan pancho por el camino del norte.
Aterrado, metido en un relato de Alaska; apagué la luz y puse toda la energía de mi pavor al servicio de mis pies.
Llegué al chalet gritando:
--Un oso polar, viene un oso polar.
Mi padre cogió la linterna y salió a la terraza. Y pensé, adiós, me quedé huérfano de padre.
Mi padre estalló en una carcajada, y desde la ventana, vi como el oso alzaba sus patas y ponía sus garras en el pecho paterno.
Adiós padre, me dije.
¡Manolico! Sal, que el oso te quiere conocer.
Mi madre reía, Don Rafael sonreía, y mi padre seguía jugando con el oso blanco.
Encogido, tiritando, salí a la terraza, y el oso se transformó en un mastín níveo que se acercó a lamerme las manos.
--Es uno de los mastines del Sotillo. Con la nevada se habrá perdido. Lo voy a guardar en la casa vieja para que no se extravíe. Mañana habrá que avisar.
Y todos nos fuimos a la cama.
Eran tiempos normales. Cuando nevaba copiosamente y un niño podía imaginarse un oso polar que venía a devorarlo. Normales.
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