Amorcillos como amapolas al viento.

 Pareciera que estuviera hecha de azúcar solidificado. El portazo de una puerta, pudiera deshacerla. En su cara de merengue, unos ojos muy vivos de un azul desvaído, la mantenían en la línea divisoria de parte de la belleza.

 En su pequeña casa del cuartel. Era hija de un cabo y tenía una hermana mayor. La hermana mayor tenía curvas de proyecto de mujer en ciernes. La madre de ambas era una real hembra. El padre tenía un poco de mal genio. Era lo normal. Un guardia civil no tenía que interactuar con las gentes del pueblo. Era una de sus divisas.

Por arte de birbiloque, aprovechando una ocasión única, mi madre había comprado un chalet enorme vecino al cuartel. 

Saltando por las ramas de un albaricoque, llegaba a la piscina de la azucarera. Viniendo de la dehesa, un secarral de cereal y cardos borriqueros, la entrada en las huertas me llenaba de una sensación de verde plenitud. 

Abordo de mi ciclomotor entraba por las calles de las parcelas, antes viviendas de trabajadores de la azucarera, ahora segundas residencias de gentes de la capital. Muchas chicas jugando en las calles de tierra apisonada. Con 12 años, disfrutando de mi bula ilegal de conductor, con Tarzán siguiendo mi marcha, me sentía un quijote dispuesto a correr aventuras. Metía el ciclomotor en un cuarto oculto del huerto; tampoco era cuestión de pavonearse chuleando ante el número de guardia. Andando con el perro, abría la cancela, saltaba en bañador a la piscina. 

Debido a los inevitables traslados, muchas mujeres casadas con los guardias, eran jóvenes y de muy buen ver. 

Jóvenes lozanas andaluzas, castellanas, extremeñas, levantinas, de carnes prietas hechas al trabajo; ahora vivían bastante bien. Sólo la lejanía de su familia y tierra natal, entristecía su existencia. 

En aquella piscina aprendí a nadar. Aunque llevaba unos años bajando a la escuela del pueblo, y tenía mis amigos de cuadrilla, allí hice un buen amigo. Su madre nos preparaba unos bocadillos de sobrasada con tomate sabrosos y fortalecedores. La piscina daba mucha hambre.

La chica de azúcar era tímida. Pero miraba curiosa. Su hermana reía desde su bikini blanco. Su edad de instituto y su comediscos rosa. Movía sus caderas y se colocaba bien los pechos en las copas. Nos tenía fritos.

Un sábado mi amigo y sus padres no estaban. Se preparaba tormenta; no era día de baño. Indeciso ante la puerta cerrada, Rosalía que salía despampanante hacia el pueblo, me invitó a ver la película con su hermana Asun.

Faltaba una media hora, y en el comediscos sonaba "American Pie" de Don Mclean. 

La madre me puso un vaso de limonada y me senté a la mesa con Asun.

Callados, esperábamos que terminaran los dibujos animados y empezará la peli.

Nos mirábamos. La madre cantaba en la cocina. Se asomaba y se reía.

En estas que llegó el marido de patrullar en moto por los caminos.

Sacudiéndose el polvo, quitándose la guerrera, me señaló:

-Y éste?

-Es el hijo de los vecinos. El de la dehesa. Como amenaza tormenta y su amigo no está; Rosalía lo ha hecho pasar. 

-El de la dehesa. Ya. El de la moto amarilla.

No dijo más. Mi madre era la cocinera y cuidadora de quien les había comprado dos Peugeot de puño. Ciclomotores que los habían apeado de la dureza de los caballos.

-Calienta mi comida. Antes voy a ducharme. 

Y empezó la película.

Luego descargo la tormenta; se fue la luz. Su madre nos puso una vela. 

Entre truenos y latigazos luminosos, a la luz de la vela, nos mirábamos.

Cogió un transistor y buscó los 40 principales.

 "Un rayo de sol...Lalala

Escampó, salió un tibio sol, ya sin ganas de trabajar.

Me despedí dando las gracias.

Al poco marcharon, destinado el cabo al cuartel de la Avda Cataluña.

Al verano siguiente operaron a mi padre en el hospital militar. Don Rafael se bajo a la ciudad alojándose en el Gran Hotel.

Necesitaba un secretario. Con 13 años ejercí como tal. Poca cosa era mi labor: traer churros de la plaza España para el desayuno, los periódicos, acompañarlo de compras, seguir sus órdenes.

Al mediodía subía al hospital, veía a mí padre, y comía en la cafetería con mi madre.

Luego tenía la tarde libre. 

Cine, callejear, tenía cuenta abierta en un bar delante del hotel donde cenaba hamburguesas alemanas y perritos calientes.

Leía "Archipiélago Gulag" en la terraza, tomando horchata. 

El portero se acercaba presuroso:

-Su abuelo acaba de entrar.

Y me iba para la habitación.

Un día, sin saber porqué, me dirigí por el puente piedra hacia el acuartelamiento de la Avda Cataluña.

A mitad de puente me choqué con ellas. Rosalía estaba más mujer; Asun seguía delgada, tímida, sonrojada.

Mis ropas pijas les hicieron gracia. Lacoste, Ray-Ban, Levi's blancos, Sebagos marrones con borlas. En fin, la ropa comprada para una estancia en el Gran Hotel, ejerciendo de nieto de millonario 

Nos despedimos.

La vida siguió. Fui un pésimo estudiante en el internado. Elegí una academia de banca. Ya vivíamos en la azucarera. Cogía el tren cada día, ida y vuelta.

Y un día, entre clase y clase, fumando un pito, me pidió un pitillo.

Asun, era un manojo de nervios, fumaba el Bisontes con ansiedad, a la vez que me interrogaba. Seguían viviendo en la casa cuartel de la Avenida Cataluña. 

La verdad, sólo recuerdo este encuentro.

Sólo asistí un año a la academia. Con aún más pésimos resultados. 

Seguí mi trayectoria con determinación, engolfado en una vida de hijo único consentido.

Pasaron tantas cosas. 

 Aún en la resaca, al principio de la perenne insatisfacción y desprecio, sucedió el atentado de la casa cuartel de Zaragoza. Entre imágenes desgarradoras, pensé en tí. Mi padre había muerto tres días antes tras una larga agonía. Rebusque en las cajas de bebidas y encontré una de vodka rusa. 

Me subí a la cama, puse radio 3, y la botella en la terraza. 

Al cabo de un rato, la cogí helada y pegue un buen trago. 

El horror me embargaba. No sólo por el atentado, que también; por mi vida, por la ausencia paterna, por todo.

Recordé aquella tarde de tormenta en que se fue la luz. En nuestros 12 años de azúcar y romero. Desde mi ventana del baño se veía la abandonada piscina. El albaricoquero seco, muerto. 

Encendí una vela de olor. Deseando que tuvieras tu casa, marido, hijos, lejos, muy lejos de aquel horror.

Nunca supe nada más.


Pintura de Corteza Katuziam, Irán.




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