Al alba.



Era aún noche cerrada cuando mi padre, al ponerse en pie, movía la quietud y me despertaba. Dormiamos a cielo raso, sobre una manta a su vez puesta sobre las tablas de un remolque agrícola. A penas retiradas las legañas, corría a comprobar que mi mundo seguía vivo. El viejo perro lanudo, mi madre ya en la cocina preparando los almuerzos, las toses tabacosas de Don Rafael. Ya podía despuntar la alborada por el romeral. Cogía de la nevera dos Kaikus de vainilla, mi transistor made in Japan, y la bolsa con los emparedados Wally. Subíamos a lomos de Chamaco, el burro gris humo de mi padre que chinica chana nos llevaba al aprisco. El contorno se aclaraba y el leve rocío sacaba al tomillo y la ontina su fragante esencia. Nada mas llegar, mi padre ordeñaba una cabra y mojaba pan duro sazonado con canela y azúcar. Por mi parte abría un Kaiku y me lo bebía de tirón. Soltaba mi padre las ovejas y el cabrío. Las madres separadas de sus corderos para el engorde y destete, montaban una opera desesperada de balidos a la que contestaba un coro de agudas notas suplicantes de leche materna. Los perros arreaban a las trémulas y renqueantes ex mater que babeaban de dolor. La separación laceraba mis sentimientos, pero era un zagal criado en el campo, y lo que había que hacer se hacia por ser obligación. Cuando las ovejas ya pastaban grano y paja en los rastrojos a una prudencial distancia, soltaba a los saltarines corderos que se relamían los rosados belfos anhelantes de leche. A Milu, greñudo y gordinflón, trabajo le costaba hacerse respetar y llevar a la pandilla de huérfanos al rastrojo más rico en grano. Una vez que morisqueban la paja a la busca del trigo suelto, olvidaban sus ardorosos pesares. Ya serían las seis de la mañana, hora de encender mi transistor andorrano, y buscar la canción del verano. Así fue y así lo recuerdo.
Emparedado wally: pan duro en leche, se le pone jamón serrano y queso dentro, se reboza en huevo y se pasa por la sartén.

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