Adíos, Don Rafael. Bienvenido, Manuel.





La primera y única vez que escuche mi nombre salir de sus labios; fue la noche que por primera vez vi en los ojos de un hombre, el terror y el pánico a la muerte. Llegó chocando contra las paredes, rebotando en las esquinas, como una súplica: ¡Manuel!
Hasta entonces había sido requerido como Manolico; así como mi padre siempre había sido Manolo, y sin transición ninguna, siempre sería Manolo.
En aquel Manuel había la premura de la agonía, el canto del final de los días, la terminación de una vida en común.
Cuando acudí al reclamo; su frágil cuerpo se apoyaba desvalido en la pared del baño empezando a dejarse caer vencido hacia el suelo. Llegué a tiempo de sujetarlo por los sobacos; para casi sin esfuerzo a izarlo hasta encontrarme, cara a cara, con sus ojos velados por el pánico.
Entre mi madre y yo, conseguimos sentarlo en su sillón. Su pecho subía como el fuelle de una fragua, exhalando el aliento forzado y caliente de una maquina recalentada por el uso.
Fue requerida la presencia del doctor Bayo. Con ojo clínico, tomo las riendas de la emergencia. Era necesaria la inmediata hospitalización de Don Rafael. A la hora llegó la ambulancia de San Juan de Dios. Fue la última vez que sus gélidos ojos azules, como las aristas de los hielos bañadas en cointreau, se despidieron bañados en una patina de derrota.
Mi madre subió a su lado. La ambulancia en silencio tomo la avenida de los plataneros, desapareciendo en la curva del río.
Al quedarme solo en la puerta, a pesar de estar rodeado de vecinos ansiosos por respuestas, a pesar de ser sacudido por el puerta del vecino cuartel de la Guardia Civil, solo escuchaba el canto de un grillo que nos amenizaba los silencios en el porche del chalet. Su canto, inclemente a la fatiga, nos acompañaba desde el comienzo del verano. Era a primeros de agosto. Su cri-cri era tan familiar como el clip del mechero que encendía sus consecutivos cigarrillos. Al entrar de nuevo en el salón, su paquete de Sombra y su mechero estaban en su sitio sobre la mesa. Encendí uno, exhale el humo en el amplio salón vacio, y su Manuel bailo al compas del humo en mi cabeza. Tenía dieciséis años cumplidos en junio. Espere a mi padre con la decisión de bajar al pueblo. Subir a mi moto amarilla, regalo de cumpleaños, para tomando unas cervezas proclamar mi nombre, mi nombre adulto: Manuel.
Los días pasaron arrastrándose por las sombra; el calor de agosto se resistía a remitir. Mi madre venía en el tren unas horas del hospital. Se bañaba, cambiaba de ropa, dejaba algo de comida en la nevera y marchaba en el tren de la noche a pasar la noche de vigilia junto a él. No quería que fuera a visitarle. Elegante hasta la muerte; no quería que me quedara su imagen vencida, agonizante. Perseguía que tuviera una imagen bien distinta. La imagen del dandi de pañuelo de seda francés que venía en su cupé de alta gama a buscarme al internado. Su traje hecho a medida y la libertad de la falta de corbata. La soltura que sólo los ricos independientes de formas y respetos, podían permitirse. Su presencia en las fiestas en la finca en que me enseñaba a servir el whisky, el champagne francés a las damas, a diligente y sin notarse, vaciar los ceniceros de colillas. Su secretario a su diestra. Con un movimiento de ojos, me indicaba la necesidad de ir a la bodega a por una botella que estaba a punto de vaciarse. Su secretario en las cacerías de liebres con el Jeep. Mi boca a escasos centímetros de su oído, mis ojos certeros eran sus ojos que conducían el todo terreno. Solo tenía que decir, al vislumbrar la pieza: derecha, izquierda, recto. Sus manos eran conducidas por mis ojos. Los invitados, ebrios de vino y licor, disparaban a placer a las sorprendidas liebres que corrían zigzagueantes delante de los faros.
Tantas imágenes para el recuerdo, curiosamente, a velocidad incomprensible, cada día se volvían más borrosas. Como si la ausencia física fuera un viento suave que barría las hojas secas de mi mente. Las hojas secas que eran los recuerdos.
Cada día, mi madre, en su visita, dejaba algo de él sobre mi cama. Un día su reloj digital de cuarzo. Uno de aquellos que compraba por correo en las revistas que recibía. Era plateado con la consola rojiza oscura y los dígitos en un rojo vivo emergían al pulsar el botón. Toda una novedad en el verano de 1976.
Otro día mi madre, siguiendo sus órdenes, dejaba una cámara fotográfica pocket sobre la cama. Al día siguiente una cazadora de ante marrón oscuro. Al consiguiente un surtido de camisas de factura italiana.
Entretanto, alobado en mi actitud de inquietud, era consultado por todas las fuerzas vivas del pueblo. Cada día, mañana y tarde, era parado a mi paso por las calles para preguntarme por las últimas noticias. En los bares igual. La muerte del terrateniente, sumada a la especulación sobre mi posible herencia, mantenía en franca disputa los pensares de los vecinos.
Agobiado cogía la moto y me subía al monte con mi padre. Había terminado de descorderar el mes anterior y, libre de ocupación, me gustaba sentarme con mi padre y sopesar la posible nueva situación.
La finca, la dehesa, se extendía a nuestros pies. Sus tres verdes viñas que ornaban el caserío pronto estarían prestas a la vendimia. Los amarillos rastrojos, festoneados de alpacas de paja, iban perdiendo esplendores cromáticos asolados por el inclemente sol canicular. Los barbechos labrantíos se poblaban de cardos, engrames, corregüelas, en su espera del arado que preparara la otoñal siembra.
Los peones, dos al uso en aquella época tras la cosecha, eran un mar de dudas. Si moría Don Rafael; que iba a ser de ellos.
Acostumbrados a su subir y bajar seguro, a su rutina de labores según la estación, a su sobre marrón con el jornal todos los sábados, ¿adónde iban a ir?
Optaba por no acercarme por el caserío; aunque me invadieran las ganas, por escapar a sus preguntas y cavilaciones.
El tiempo se alargaba en la espera de respuesta como una novia con el vestido nupcial en el armario ve pasar los días.
Una noche, después de cenar unas migas a la luz del candil, decidí, cansado, quedarme a dormir en la majada con mi padre. Subí al santuario, me tome un ponche con hielo y jugué un guiñote con los veraneantes a la puerta del bar de los Hno. Andrés.
Rondaba la madrugada con su fresca brisa, cuando volviendo al aprisco, vi subir un coche desde el pueblo. Me dio un regusto amargo al subir a mi paladar el reflujo del ponche. Mi padre roncaba furibundo en su descanso; más activo en sueños que en su acontecer diario. A pierna suelta.
Falto de sueño, cogí un tocón de madera y el transistor y me aleje de la serrería que tenía en marcha mi padre en sueños.
Si el coche que se acercaba a paso de tortuga, se desviaba hacía el aprisco, la noche iba a ser muy larga. Por su deslizar de caracol, supuse, supuse bien, que era el chofer ocasional de mi madre. Un taxi Seat blanco y grande que descubría su identidad al baño de luz lunar.
Los perros comenzaron a ladrar en el momento que se desvió hacia la majada. Ante una barranquera quebrada se detuvo.
A la lactescencia clara vi descender dos figuras que discutían sobre la conveniencia de pasar sobre la barranquera. Uno era José Luis Pueyo, el Chichi, el Juliete; el propietario del taxi. El otro, bajo y orondo, andares zambos, camisa blanca y pantalón oscuro, pronto descubrió su coincidencia al jalear con voz entrecortada y mandataria. Danielico el Bolo.
Extenderme en explicar el gentilicio, actitud, indiscreción y vos populi del citado Bolo, sería largo y correoso. Dejémoslo en que era un hacendado de buen corazón, campechano y buen comedor, al que su demasiada humanidad nunca preocupo en exceso. Buena gente, a la vieja y tradicional usanza de amos y siervos, pertenecía a los amos, pero no se diferenciaba en la apostura y la naturalidad de sus peones.
Cuando la pareja nocturna encamino sus pasos hacia la paridera; no pude más, a pesar del funesto momento, que sonreírme, tal era el espectáculo que se me ofrecía.
José Luis, Chichi; joven a la moda, donde los hubiera; calzaba unos zapatos de plataforma y tacón que elevaban su estatura pero no eran apropiados a la irregular simetría del camino de cabras que intentaba recorrer. Como, para más inri, lucia unos pantalones vaqueros de pata de elefante que se iba pisando, su mejor disposición fue, al igual que una damisela que pasara un riachuelo de aguas cristalinas, subirse las perneras de los susodichos pantalones como si andará por un regao, que dicen mis queridos paisanos. Si sumamos la presencia de un Sancho Panza prescindible, pues ambos eran de la misma escasa estatura, negándose la morfología cervantina de pareja universal, el resultado era extravagante hilando fino y estrambótico por lo grueso.
Bufando sudoroso, seguramente interrumpido en una digestión gargantuesca, el uno; preocupado por su moderna estampa el otro, llegaron a mi altura.
-Hemos estado llamando en el chalet. Pero al no contestar; hemos supuesto que estarías con tu padre. Don Rafael ha muerto esta tarde. Venimos para llevarte a Tauste junto con tu madre que ha ido acompañando el cuerpo. Vamos.
Desperté a mi padre y le explique la situación. Dichoso se levanto, salió a saludar, para volver a su bendito sueño al momento. No era hombre de grandes cumplidos, había estado en la guerra civil durante más de dos años, y en cuestiones de muertes, era difícil impresionarlo. Todos teníamos que cumplir debidamente el trámite. La importancia estaba en la forma y la tardanza.
Cogí la moto y les encamine a que me siguieran hasta el chalet del pueblo. Debía darme una ducha fría, vestirme con ropa de domingo y acompañarlos al pueblo natal de Don Rafael.
Conocedor de sobras del camino, raudo y veloz me dirigí a mi destino. Cuando vi que sacaba una distancia larga y tenía tiempo de sobras, eche pie a tierra y bruscamente torcí hacia el caserío.
El chalet rustico bañado por la luna presentaba una indefensión casi humana. En el porche estaban los sillones de anea donde nos habíamos sentado a charlar por última vez. Debilitado por la enfermedad agazapada en su interior; pidió los servicios de mi pericia como chofer. Para sus desplazamientos por carretera fue auspiciado por el Chichi.
Sobre la mesa aún estaban la botella de coca-cola y un vaso de leche que habíamos tomado. Nunca mi ágil mente había sido invadida por una consecución de imágenes que galoparan a tanta velocidad desde mi infancia de triciclo hasta mis abruptos derrapes con distintos coches y tractores. Aquí había estado mi vida. Mis perros desfilaron por la desierta terraza moviendo las colas al verme. Mi padre saltaba sobre el burro y emprendía la ruta hacia el aprisco tras la siesta. Me vi vestido de comunión salir hacia la iglesia del pueblo. Recordé los lunes en que lloroso partía hacia el internado. Mi madre sacaba una jarra de horchata de almendras y unos canutillos de jengibre. La cantidad de troncos de leña que habría subido en la carretilla para la chimenea. Los domingos en que venía de Tauste, Paloma, sobrina de Don Rafael, mi primer amor infantil. Como su madre le daba sonoras azotainas por subir a pelo a Chamaco y ensuciarse sus virginales braguitas de un blanco impoluto. Todo estaba allí. Entre aquellas paredes y sus puertas al campo. Mi veloz partida para ser operado a vida y muerte a los seis años. Mis anginas, gripes, sarampión; mis caídas en bici y la primera vez que me subí a una moto. Mi primer día al volante de un coche. Todo lo que era pertenecía a aquella presencia ante mí.
Me restregué los ojos, recordé mi obligación, y sin detenerme me presente en la casa de abajo, mi casa.
Mi madre llorosa me recibió con los brazos abiertos. Cantaban los primeros gorriones, y se atisbaban por los ventanales las claridades de la alborada. Subí entre gente que me saludaba y palmeaba la espalda. Era el Secretario. En un gran salón con chimenea; estaba el féretro.
Me acerqué con las hechuras de un hombre resuelto. Mire la querida presencia y comprendí la huida del alma humana. Aquel cuerpo acicalado y embutido en un traje oscuro no era para nada Don Rafael. Era su piel corpórea, sus canas peinadas, sus arrugas de selvático recorrido. Sus dedos amarillos de nicotina sostenían un rosario de nácar. No sostenían el imprescindible cigarrillo. No había ninguna voluntad de existencia, ni siquiera una huella o rastro de su persona. Un rosario en las manos de quien nunca había visto rezar, tampoco blasfemar, pero jamás elevar una súplica. Unas manos que tras una granizada que había arrasado la cosecha de un año; se habían ocupado en llevar un cigarrillo a la boca y encenderlo. Aquello no me impresionaba nada; allí no había nada. Di media vuelta y decidí ir a la cocina a tomar un café.
Cuando me dirigía por el pasillo hacia la cocina, donde mi madre se ocuparía de mí, una voz rota, desgarrada por el llanto, elevo a los techos mi nombre de niño:
¡Manolico, el tío Rafael se ha ido!
Antes de poder volverme, fui prácticamente inundado, abordado por una masa de calor. Pechos descomunales que desbordaban mi espalda, y el abrazo de unas doradas pulseras que se servían del brazo como un sombrero se sirve de la cabeza para lucirse. El perfume me baño, la voz me susurraba:
“Manolico, Manolico, que vamos hacer tu y yo, sin él.”
Era Carmela, claro, la querida. Si había en aquel duelo dos personas heridas pero apócrifas éramos nosotros dos.
Ni ella era la viuda; ni yo era el hijo ni el nieto. Éramos presencias del amor que habíamos recibido. No teníamos lazos consanguíneos ni había papeles que nos nombraran en herencias o avales. Pero nos sentíamos fuertes, cada uno por la parte que le tocaba. Habíamos sido, con largueza, sus más queridos cómplices.
Carmela, zamorana, carnes prietas y exuberantes, había ocupado su tiempo en estar dispuesta y apuesta para su amo.
Salvada de la represalia de su familia, roja y republicana, por un joven asistente de general que se prendo de su belleza. Alzada de la silla donde iba a ser rapada al cero, evitada la ingesta del aceite de ricino, y lo más importante, su posible violación por la tropa de vanguardia, su gratitud había sido eterna. Aquel brazo que la arranco de las garras de las envidiosas vecinas de su pueblo y que la subió a un coche y la llevo a Burgos, fueron los brazos que la rodearon y amaron con el tiempo. Los brazos que la llevaron a Zaragoza tras la guerra y la instalaron en un pisito modesto pero coqueto. Allí, sin familia, ni porvenir, esperaba las visitas de su salvador y casi propietario que le cubría los gastos. Sin haber cumplido los veinte años tuvo que amoldarse a una ciudad desconocida, una soledad de cines y paseos, una espera desesperada de una llave abriendo una puerta. Nunca olvidada, pero relegada, tuvo que aceptar épocas de largas ausencias. Su salvador era un playboy como empezaron a denominarse los don Juanes o conquistadores de siempre. Tenía una representación de maquinaria agrícola familiar que lo llevaba a viajar por toda la geografía española. Sus conquistas iban desde la mujer de un cónsul holandés hasta una cabaretera argentina de gran belleza. Ella esperaba en su pisito administrando sus rentas. Oía discos y cantaba, fumaba y tomaba copitas de Calisay para su soledad. De la mano de mi madre, siendo un niño, recordaba haberle llevado dinero. Nunca preguntaba cuándo iba a ser visitada, siempre me daba un bombón de coco y me revolvía el pelo.
Después se saco el carnet de conducir y le compró un 600. Venía cuando era requerida y traía pescado fresco, verduras, frutas, pequeños regalos para todos del caserío. Mi madre me cogía y nos íbamos a ver a mi padre con las ovejas. Cuando salía el pequeño coche hacia la capital volvíamos al caserío.
La última vez que vino al chalet de abajo; donde vivíamos por comodidad y seguridad, no encontró a nadie y se puso a leer un libro de la colección Bruguera. Trataba de un joven mecánico que ahorraba dinero para perder la virginidad con una prostituta madura del barrio que lo tiene enamorado. Un libro muy bueno, ameno, introspectivo en las vidas del muchacho, su madre viuda y la ajada pero todavía bella prostituta. Cuando lleguemos del monte, tarde, había leído bastante para tener una idea de conjunto.
-Un libro muy bueno Rafael, dijo.
-No es mío, contesto. Es de Manolico.
-Manolico lee estas cosas; pues vaya chaval. -Manolico lee de todo: revistas, prensa, libros. -Siempre ha leído de todo. Otra cosa es que comprenda todo, pero leer, lee de todo.
Me miro distinto, con unos ojos de mujer, podría decirse que seductora.
A mis dieciséis años sabía de sobras de que iba la novela. Faltaban días para que mi propia virginidad se fuera para siempre al tiempo perdido de la niñez. Tenía planes al respecto; escrupulosos planes al detalle mínimo.
Fue la única vez que sopese su cuerpo rotundo de mujer madura; sesentona pero firme, y con unos ojos que podían encender pajares y hasta catedrales.
Ahora se escudaba de mi púber presencia para empujándome con sus pechos que abrasaban mi espalda, subir hasta el velatorio.
Las miradas del gentío congregado, familia y amigos en duelo, eran expresivas hasta la rijosidad. La querida abriéndose paso como Moisés abrió las aguas del Mar Rojo. A los pies del féretro, frene mis pies. No quería ver más. Había visto la inutilidad de aquella presencia abandonada. Ella, libre el camino, abandono mi espalda para postrarse y besar el cadáver. Luego, de un gesto brusco, aparto la corbata y le abrió la camisa. Prendió entre sus dedos la cadena de oro con la Virgen del Pilar y tiro con fuerza. Nadie de aquella familia de burgueses enriquecidos en la guerra y beneficiados por el franquismo, adelanto un paso, profirió una palabra retentiva. Carmela, volvió a abotonar la camisa, colocó la corbata en su sitio alisándola con cariño, y volviéndose hacia mí, puso la cadena con la medalla en cascada esperando que abriera mi mano para depositarla en ella.
Volvió a clavarme los pechos en la espalda, menos calientes, más, si se quiere, olvidados de su función sensual, y despacio, sin detenernos, volvimos a recorrer el camino hasta recalar en la cocina.
Amanecía cuando me tome un café con leche y unos mantecados. Rendido de sueño, conminado por mi madre, me dirigí a casa de mi tío Samuel, donde me acosté hasta la hora de comer.
El entierro fue por la tarde; una tarde de casi mediado agosto, entre el sudar fragante de los cipreses y el olor dulzón de los cementerios en verano.
Por la noche, de vuelta en casa, mi madre trajinaba en la habitación con terraza de Don Rafael. Estaba fumándome un Ducados en el porche, cuando me llamó. Subí y entre en la habitación. Mi madre había cambiado el colchón, puesto sabanas nuevas y había vaciado los armarios. Solo había dejado la ropa que podía valerme. Había rociado abundante ozono pino, pero persistía el olor a tabaco e insomnio. Pero cuando me dijo que había sido su último deseo, que durmiera a partir de esa misma noche en su habitación, me sobrecogí. Ahora, al fin, sabía dónde estaba su alma. Salí a la terraza; me senté a fumar. Las hojas de los plataneros agitadas por un viento abochornado, caliente y pegajoso, se llevaban mi nombre de niño. Hastiado de tanta verdad, Manuel se metió entre las nuevas y crujientes sabanas. Toda la noche ocuparon los arboles con la ayuda del cálido viento en borrar su antiguo nombre de niño.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Me he emocionado, realmente ese día uno deja de ser niño. Un precioso relato que expresa sentimientos profundos. Enhorabuena Manuel.

Maribel

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