Las holandesas sanfermineras

La rubia de pelo largo llevaba unas caladas bragas rosas. Por el contrario, la morena de pelo rizado las llevaba blancas. Subían y bajaban de Chamaco con gran alegría, las minifaldas se arrebolaban y contraían dejando ver la totalidad de sus largas piernas. Eran holandesas, viajaban en una furgoneta pintarrajeada Volkswagen de color azul con el signo de la paz en el morro. Venían de Pamplona de pasar los San Fermines y se dirigían a Madrid. En sus robustos cuellos de nórdicas conservaban los rojos pañuelos sanfermineros.
La tarde se encaminaba sin remisión hacia el ocaso. Era el mes más tórrido, los días para Manolico comenzaban sobre las cinco de la mañana y terminaban sobre la medianoche. Eso sí, la siesta era inquebrantable, dado el madrugón. Ayudaba a su padre a desborregar los corderos. Durante veinte días comandaba un rebaño de berreones corderos que se resistían a dejar de mamar la leche materna. Por mucho que se distanciaran, madres e hijos, los balidos desesperados enternecían a cualquiera. Pero era la ley de la crianza. Quitarlos de las madres para que se cortara la leche y pudieran amorecerse para tener otra cría. Por otra parte, los corderos eran llevados a los rastrojos más ricos en grano para que cogieran un buen peso para la venta.
Manolico, era despertado por su padre que ya tenía preparadas las migas y había hervido leche de cabra recién ordeñada. En la puerta de la cabaña de la majada, solo con el lucero miguero sobre sus cabezas, Manolico encendía la radio y se despertaba con los éxitos del verano y las ocurrencias de los locutores. Era sorprendente, dada la inmensa soledad del campo, escuchar chascarrillos de famosos en las playas de Torremolinos. Cuando se cansaba de oír voces y música reiteradamente y machaconamente repetida, sintonizaba la emisora de la base USA. Le encantaba oír a los locutores yanquis parlotear a gran velocidad en un inglés que pese haberlo estudiado, no cogía sino alguna palabra suelta. El verdadero motivo de su atracción, sin lugar a dudas, era la música rock y blues que ponían sin cesar. La guitarra de Jimmy Hendrix era una bendita manera de desperezarse después de un desayuno tan nutritivo.
Sobre las cinco y medía, soltaba su padre el rebaño grande y empezaba el coro de los desesperados corderos. Luego, cuando su padre se había alejado bastante, soltaba los corderos y se dirigía en dirección contraria. La alborada lo sorprendía echado sobre una alpaca de paja. Encendía su primer “Tres Carabelas” y sacaba del zurrón un volumen del Reader’s Digests para comprobar si sus jóvenes ojos podían discernir las letras a la tenue luz. La mañana pasaba rápida. Después de abrevar los corderos en la balsa Los cabreros; satisfechos y amodorrados por el calor, se dejaban llevar mansamente al redil.
Manolico, nada más cerrar el cerrojo, saltaba sobre su moto campera amarilla y se lanzaba cuesta abajo en dirección al pueblo. Una ducha rápida y se dirigía hacia las piscinas del pueblo. Por referencia a su desempeño de mozo pastor, se puede tener una equivocada idea de su carácter y personalidad. Manolico había estudiado interno en la capital durante tres años y había subido y bajado en tren durante el último año, con el objeto de estudiar banca y contabilidad. Ayudaba a su padre con el ganado y una vez terminados los veinte días de pastoreo obligado, trabajaba en la recolección de la fruta en los campos de los padres de sus amigos. Era una forma de sacarse un dinero para pequeños caprichos: discos, ropa, gasto de gasolina y, principalmente, para recorrer en fiestas los pueblos de la ribera del río Jalón.
Llegaba a las piscinas, se tomaba una refrescante jarra de cerveza y oteaba por los ventanales la terraza y las muchachas tendidas sobre el césped. Elegido el lugar donde tumbarse, siempre al lado de una belleza local, extendía la toalla y se daba un largo baño. Luego, sacudiéndose el agua, cual perro lanudo, comenzaba la conversación con el grupo de chicas.
Llegada la hora del mediodía, se dirigía a la barra del bar, donde ufano recibía los parabienes de los parroquianos, un tanto envidiosos de su soltura y permisividad para alternar bromas y conversaciones con las bellas locales. Se tomaba un par de cañas entre dimes y diretes sobre la cosecha de cereal pasada, el precio de la carne en el mercado y la próxima recolección de peras y manzanas. Luego una refrescante comida a base de gazpacho, ensalada rusa y carne empanada para agotado y abotagado por el principio de la digestión, subir las escaleras y tumbarse sobre la cama, quedando dormido al roce de la almohada.
Despertaba sobre dos o tres horas de sueño reparador. Como los borregos no se soltaban hasta las siete de la tarde, aún le quedaba tiempo de acercase al bar y echar una partida al 9, 19, 29. No jugaban fuerte, a duro la apuesta, pero corría el año 1976 y el baile del domingo con orquesta costaba quince duros, por hacer una comparativa.
Llegada la hora, subía a su casa, cogía el zurrón con la merienda, algún otro libro o revista, un par de latas de cerveza y el inseparable transistor americano. Digo americano, porque por aquel entonces, las emisoras de frecuencia modulada, F.M, no tenían potencia para llegar a los pueblos lejanos de la capital. Había sido un regalo de su amigo Alfonso, cuyo padre trabajaba en la base USA como jefe de mantenimiento en el sector de calefacción y refrigeración. Era una Sanyo roja que sintonizaba la emisora de la base y las emisoras de onda media nacionales con una recepción asombrosa para su tamaño de bolsillo.
Pertrechado para la tarde-noche, subía a todo meter, adelantando a los tractores que subían con la canícula acabada a laborear en las viñas. Soltaba de nuevo a los borregos que, descansados también, daban impresionantes brincos y requiebros en el aire gozando de nuevo de la libertad del campo abierto. Retozaban hasta los rastrojos ricos en grano, donde una vez tranquilizados pastaban mansamente.
Manolico, gustaba a la tardada llevarse el burro. Su padre lo llevaba por la mañana y a él, le tocaba por las tardes. Chamaco, cuyo nombre en honor al torero Antonio Borrero Moreno, era digno de llevarlo con las orejas bien altas. Tenía una relación de amor-odio con su amo joven. Acostumbrado a verlo desde que se meaba sobre sus lomos, sufrió la influencia de las películas del Oeste sobre sus grises ancas al grito de: ¡Yijah! ¡Yeeeeh! Como si fuera un mustang siux, era aguijoneado para que se lanzara en un simulacro de cabalgada que no pasaba de trote. Más de una vez, harto de gritos y azotes con el ramal, frenaba en seco su carrera inclinando su cabeza y cuello, consiguiendo descabalgabar por las orejas a su cowboy que daba con su cuerpo de goma en tierra.
Manolico se sentaba a la sombra de la higuera del Tío Monjero, que tenía fama de dar unos higos blancos, dulces como ambrosía. Le gustaba la fragancia a vergel de la savia en plena faena de engordar y madurar los higos. Luego, para finales de agosto, su padre y él se darían una buena tripada de los preciados higos.
Contemplaba desganado el escaso transito de la carretera del desierto. Una larga línea gris asfaltada que atravesaba el paisaje, en un silencio solo roto por algún viejo camión que renqueante atajaba desde la carretera de Logroño hasta la de Madrid, empalmando en La Almunia de Doña Godina. Decía Manolico a sus amigos de peña, que podía dormir uno sobre el asfalto toda la noche sin que pasara un vehículo hasta el amanecer. Debía su poco tráfico a que era un desierto sin estaciones de servicio, sin restaurantes, solo una inmensa recta desde Magallón hasta la Almunia. Nadie quería verse tirado en medio de la nada.
Fumaba sus cigarrillos rubios sin filtro con deleite. Había leído un relato sobre un leñador que perdía un brazo en Alaska y con un brazo ortopédico había logrado escalar el Himalaya. Era la clase de relatos que le gustaban del Reader's Digest. Lucha, superación, heroicidad.
Puso la radio en FM y se encontró escuchando a Jefferson Airplane y su éxito l Somebody to love. Unos borregos se acercaban a una viña cuyos pámpanos tiernos era un bocado más que apetecible, fue a rebatirles la idea a base de unas piedras bien contundentes, cuando escuchó un frenazo chirriante, al girarse diviso una furgoneta azul que entraba por el camino La Calderuela y se paraba junto al pozo.
Descendieron apresuradas las dos piernilargas y se dirigieron a la ocultación de la barranca. Seguramente, con el objeto de aliviar la vejiga castigada en exceso por los desmanes pamplonicas. Pobres lagartos, ellos, también iban a tener su fiesta, dada su acervada afición a respirar efluvios contra más fuertes más atrayentes.
Chamaco, asno dócil y muy curioso, encamino sus lentos pasos hacia la furgoneta. Al subir de la barranca, las muchachas se lo encontraron entremetiendo su cabezón por la ventanilla. Coronado por un sombrero de paja roto para que salieran sus orejones, parecía más un burro-taxi de Mijas que un desnudo burro pastoril. Riendo y hablando en su idioma se acercaron las europeas a reírle la gracia al asno. Digo europeas, porque aunque casi hacía un año que había fallecido nuestro carcamal dictador militar, España era una nación al servicio de Europa más que integrada en su organigrama de países libres. Entonces en nuestro atraso y nuestra singularidad, éramos para los ojos civilizados de culturas industriales, un paisaje ancestral lleno de sol, playas, sangría, corridas de toros y botijos con tapete de punto con los colores nacionales. Typically Spanish, que exclamaban los anglosajones.
Manolico se acerco transistor en mano. Sonriendo pícaro les indico que podían montar al agasajado burro. Una de ellas, la morena, saco una esterilla de vivos colores y la colocó a modo para no mancharse con el sudor del animal. La rubia saco una máquina fotográfica negra protegida por su funda de cuero marrón y le explicó a Manolico su fácil manejo.
En un carrusel de subidas y bajadas, a dúo, individualmente, Manolico las fue retratando sobre el felicísimo asno que se prestaba a los clics con la apostura de un actor hollywoodense. Cogieron un manojo de margaritas silvestres y las colocaron en el sombrero, dándole un aspecto hippie muy logrado. Luego, la rubia, coloco la cámara de forma automática para sacar una foto de ellas, Manolico y Chamaco.
La noche se avecinaba y entre los riscos se acostaba lentamente el sol. De una nevera portátil sacaron un botellón con asa lleno de sangría. Bebieron los tres a morro y Manolico les explicaba que más adelante, en la Almunia, podían cenar e incluso ir a una discoteca. Dormir, dormían en la furgoneta, eso estaba claro. Dentro se percibía un batiburrillo de cojines y colchonetas, sacos de dormir, ropas arrugadas, y un penetrante almizcleño aroma surgía liberándose por el campo abierto.
Manolico, sutil pero no falto de picardía adolescente, les indico con gestos harto comprensibles que podían asearse sacando agua del pozo. Agua buena, agua de lluvia, decía indicando el cielo. Ni cortas ni perezosas, asieron unas toallas y se acercaron al pozo. Manolico, extrayendo el agua con el pozal de cinc, lleno el abrevadero de caballerias.
Ellas, sudorosas y pegajosas por el calor del pesado viaje, no cabían en su contento. Se despojaron de sus camisetas liberando sus juveniles y contundentes pechos.
Manolico, educado en el respeto a la mujer, se retiro a una distancia prudente pero candente, pues veía con gran precisión el regocijo con que se lavaban las asilas y todo el pecho. Miraba la luminiscencia que se diluía, maldiciendo la poca luz. Sin cortarse un pelo de conejo, nunca mejor dicho, cogieron el pozal lleno y se fueron a la barranca. Manolico, no era tonto, sabía que las impulsaba a buscar intimidad. Cuando subieron con el cubo, llevaban las bragas en la mano. Se metieron en la furgo y se pusieron bragas limpias. Manolico, dada la oscuridad, no vio mucho pero la imaginación iba a cien por hora.
Refrescadas y lozanas, dieron dos besos a Manolico y salieron a la carretera.
Tirando pedos como de perro viejo, la furgoneta encendió las luces y se perdió en la recta. Los pueblos comenzaron a divisarse en lontananza., Sus débiles bombillas callejeras se fueron encendiendo como luciérnagas que se reunieran para conclave nocturna. La noche poso sus sombras y un reluz final plateado en los altos cerros, cerro el día.
Manolico quedo junto a Chamaco que olisqueaba algo en el suelo. Se agacho y cogió unas bragas rosas del suelo. Pasó el Barreiros del ajero de Tauste. Cabezón rojo, petardeaba hacia su casa de vuelta de comprar ristras de ajos en Las Pedroñeras para venderlos de pueblo en pueblo. Dio dos fuertes bocinazos a Manolico que lo saludo agitando las bragas rosas.
La luna mora emergió entre unos jirones de nubes blancas, las llamadas francesas por venir como fantasmas de tropas napoleónicas cruzando los pirineos.
Venus, la puntual Venus, ocupo su sitio en su palco real mientras las demás estrellas, timidas, ocupaban su lugar en la platea de la noche.
Manolico se desprendió de su camisa, se quito los pantalones y calzoncillos, se soltó sus recias abarcas de pastor y quedo totalmente desnudo, a excepción de su transistor japonés rojo y las bragas rosas en la mano. Lentamente se tumbó sobre el asfalto gris que conservaba una agradable temperatura que conforto su cuerpo, no dándole calor pero una sensación tierna de cobijo ante la soledad que lo circundaba. En el transistor el espídico locutor dio paso a Janis Joplin y su Summertime. Manolico bajo la luna mora se puso las bragas sobre el rostro y respiro la vida y el mundo por venir. Sus manos intentaron penetrar el duro asfalto, cuando un rayo placentero lo atravesó de punta a punta de su cuerpo adolescente.

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