El vino dulce no bendice a la muerte.

Empezaban a crepitar los añosos troncos en la chimenea del salón cuando los cinco peones, a la altura del almendro grande, frenaron sus bicicletas descabalgándolas sumisos para dejar pasar a la pareja de la Benemérita sobre sus negros caballos. Inclinaron sus frentes desde su pequeñez ante el sincopado resonar de los cascos al paso. Enfundados en sus verdes capotes y coronados por los acharolados tricornios que refulgían con los últimos destellos de luz, imponían más respeto por su abuso que por su equidad. El sol se acostaba por Peñas Negras ensabanado con agasajo entre cárdenos y violáceos ocasos de menguante luz. Don Rafael, contemplaba la escena tras los cristales, no pudiendo obviar un rictus de desagrado ante la crepuscular visita inesperada de los custodios rurales del orden. En rigor a su casta y clase, ocupo su sillón de cuero junto al fuego que tomaba bríos en forma de llamaradas anaranjadas que se alzaban en su misión humilde de calentar la amplia estancia. Manolico, embelesado con las lengüetas de fuego, acariciaba la cabeza de Nerón, un mastín del Pirineo, cuando sintió que levantaba la marmórea cabeza adoptando un aire de vigía. Don Rafael, encendió un cigarrillo rubio sin filtro y guardo el paquete en su chaqueta cheviot. Ya los otros perros de la finca, perros de caza, perros recogidos en su errabundo peregrinaje buscando asilo, empezaron a ladrar a las visitas inoportunas que amarraban sus monturas a las acacias del porche. Alertada Doña Sara emergió de entre sus perolas frotándose las manos en el delantal y mirando hacia la puerta de entrada. Fue vislumbrarse las verdes sombras en la puerta, señal para que Nerón se abalanzara hacia la puerta emitiendo el bronco ladrido de guardián de los interiores y fiel defensor de sus moradores.
--Nerón, a tu sitio – ordeno secamente Don Rafael.
El enorme can miro a su dueño con ojos alertados pero obedientes y se retiro a sus pies sobre la piel de macho cabrío negra, bajo la redonda mesa de raíz de cedro.
Se abrió la puerta acristalada y entraron la pareja de guardias civiles despojándose de los capotes y descubriendo sus retintas cabezas andaluzas. Doña Sara indicó unas sillas del comedor donde podían dejar sus capotes y tricornios y se mantuvo al margen para escuchar el motivo de su visita inesperada.
Cuadrándose con sus brillantes y engrasados máuser delante de Don Rafael relataron el motivo de su misión de custodia y protección. Tomo la palabra el más veterano, un sevillano de acento medio perdido por los cuarteles del Norte, que carraspeo debido al respeto que le afligía su postura servil.
__Sabe usted, Don Rafael. Sobre las cinco de la tarde hemos recibido aviso telefónico desde el puesto de Calatorao, de que un preso en tránsito en el rápido de Madrid había logrado librarse de las esposas y a empujones alcanzar la puerta y lanzarse del tren en marcha. Na más ser conocedor de la noticia, el sargento ha ordenado a los aquí presentes, armarse y coger los caballos y subir a la finca de usted para hacer guardia toda la noche. No fuera a ser que al desgraciao le diera por tomar monte arriba, y como son los únicos que viven en el monte, al reclamo de la luz del caserío, hacerles una visita nada formal. He pensao que siendo dos, hagamos guardia en la terraza por turnos de dos horas y así el uno descansa y se protege del relente de la noche. Sí a usted le parece bien, Don Rafael.
--Me parece bien –dijo Don Rafael con tono asumido de poder.
--Supongo que habréis avisado a Manolo al pasar por el aprisco.
--Claro, esta. Avisado ha quedado, pero ya sabe como son los pastores. Todo que ocurre en sus dominios no les altera el ánimo ni los nervios. Ha dicho que subiera como siempre, cuando termine de aviar el ganado.
--Bueno, entonces, ya que ha caído la noche, empiecen la guardia. El libre que tome la cena en la cocina y se arrebuje en el banco junto al fuego. Nada de abusar del vino, que junto con el calor da sueño. Sara les preparará un termo de café y dejará una botella de coñac. En eso quedamos, buen servicio.
Acto seguido, encendió la radio de válvulas y un cigarrillo, desentendiéndose de la misión y de sus actuantes.
Manolico siguió con su mirar a la lumbre reposando la cabeza sobre el pecho del mastín. Un hombre malo se había escapado y venían a defenderlos los civiles, como decía su padre con sorna. Sentía el subir y bajar del titánico pecho del mastín con una sensación de seguridad total. Que se atreva a entrar en la casa y Nerón lo derribará y le abrirá el cuello de una dentellada. Cuando su madre lo llamó a la cocina a cenar, contemplo con desgana al guardia que daba cuenta de unas judías con chorizo y oreja con un apetito desmesurado. Su padre entró por el portón trasero que aseguro con la falleba de hierro. Fornido, alto, dotado de hombros anchos y piernas de andarín, Manolo, contemplo con arrobo la perola de barro de las judías y con cierto desprecio el yantar acelerado del guardia. Tres años de fusilero en la guerra civil, dos heridas de bala, una medalla al valor, y el titulo de Caballero Mutilado le hacían poco dado a respetos hacía estos hijos del hambre del profundo Sur que habían elegido la tercerola y el tricornio como medio de subsistencia.
Se sentó a la gran mesa junto a su hijo y se sirvió un plato de judías con chorizo y casi una oreja entera de cerdo. Cogió el porrón y lo empitonó hacia su boca, dejando que fluyera el rojo caldo hasta saciarse. Ofreció el vino, que fue rechazado cachazudamente, como si fuera un objeto pagano o sacrílego. Hizo un gesto de asunción hacia su hijo y se agazapo sobre el plato a rebosar hasta no dejar ni una señal de condumio a base de rebañar media hogaza de pan.
Don Rafael, hastiado de noticias repetitivas, y hasta el diario hablado “el parte”, sintonizo radió Luxemburgo. Le gustaba la música francesa e italiana, detestaba la copla y las españoladas de los años sesenta y además quería añadir al curriculum de sus extravagancias, el seguro comentario de los guardias sobre sus gustos musicales.
Doña Sara en la cocina puso el transistor traído de Andorra y bien bajito se escucharon las tonadas populares y los anuncios habituales de mercaderías. Manolico se comió sus torrijas con leche de cabra caliente y acuciado por un sueño latente pasó al salón a dar las buenas noches a Don Rafael y al fiel Nerón.
Ya metido en la cama, embozado hasta la nariz, a través de los corazones de las contraventanas de madera podía ver la figura del guardia que combatía el relente otoñal paseando por la terraza. Los destellos refulgentes de su tricornio se colaban en la habitación como haces de luz que estallaban en las paredes. Los caballos ensillados y prestos para una supuesta persecución relinchaban incómodos y hacían resonar sus herrados cascos sobre el empedrado. Manolico pensó en el hombre que se había arrojado del tren en marcha. Vagaría como una alma en pena por los campos solitarios en busca de refugio y comida, o por el contrario, sería un valiente que estaría en alguna posada o café de pueblo jugando a las cartas y bebiendo aguardiente, esperando desafiante que entrarán a por él las fuerzas del orden. Sintió como se acostaban sus padres en la habitación colindante. Su padre soltó un atronador cuesco fruto de las judías con chorizo, seguramente sonreiría pensando en el civilo que hacia la guardia y se metería bajo las mantas entre las maldiciones de su madre. Don Rafael permanecería toda la noche escuchando la radio y leyendo en la butaca. Nerón a sus pies dormitando con un ojo abierto puesto en la figura que pasaba y traspasaba la puerta. No era anormal que pasará toda la noche en vela en su sillón de cuero y orejeras. No era un hombre de costumbres sanas ni conductas sociales regladas por el que dirán. A su insomnio perenne se sumaba la costumbre de no seguir ningún patrón. Podía pasarse la noche en el sillón y al amanecer desayunar y meterse en la cama hasta la tarde. O podía dormitar unas horas con el sol en la nuca y levantarse para pasear con el coche por los caminos de la finca. Esa noche la pasaría leyendo, fumando y buscando músicas extrañas en la gran radio. Había construido una gran antena cuyo modelo copio de un ejemplar de “La Chacra” revista agropecuaria argentina que recibía por correo internacional. En las madrugadas de verano podía coger emisoras de Brasil, Argentina, Méjico, Cuba, y dando vueltas al desgastado dial esperaba el amanecer sobre las colinas del romeral.
Manolico despertó a los gritos de su madre. La casa olía a humo de leña y cigarrillos de cuarterón entreverados con el dulzón rubio de Don Rafael. Por el camino de los almendrales bajaban los jinetes embozados en sus verdosos capotes y los caballos trotaban ligeros al encuentro de su merecido descanso en su cálida cuadra. A la altura del aprisco se encontraban los peones aupados a sus bicicletas hablando con Manolo. Los civiles pararon para compartir la noticia.
El preso, desangrándose a causa de sus heridas, había conseguido llegar entre sombras a una tahona de pan en Salillas de Jalón. Logró despistar al panadero y afanar unas magdalenas y una botella de moscatel que tenía el panadero para endulzar la soledad de sus noches. Con su botín bajo el brazo, dejando un reguero de purpura sangre, se había encaminado a la plaza de la Iglesia. Apoyado en la recia puerta sacra había expirado la vida sin llegar abrir la bolsa de magdalenas. Solo había conseguido trasegar el dulce vino moscatel; como incurriendo en una comunión a medias.
Así lo había encontrado el sereno del pueblo, avisado por los perros callejeros que no se atrevían a romper el ensalmo de la bolsa virgen de magdalenas y solo ladraban al espanto de la muerte.
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