Manolico y el esquileo







A mediados de junio, coincidiendo con el cumpleaños de Manolico, la actividad dormida de la dehesa cobraba una esperada actividad. No por esperada dejaba de distorsionar la tranquilidad de la vida en el campo. Incurrían muchos factores ingobernables por la mano del hombre. La cosecha de cereal, sin lugar a dudas, si llegaba en todo su esplendor, mantenía en vilo a todos los habitantes hasta reposar bajo el techo de los amplios graneros. Si la sequía pertinaz había obrado a su antojo, las maquinas cosechadoras enmudecían en sus aposentos en el silencio de la inutilidad. Podían pasar hasta tres años seguidos sumidas en el más absoluto desamparo. Pero aquel fructífero año, los almacenes rebosaban de dorado grano y los rojos remolques bajaban a buen ritmo al pueblo para descargar su preciada carga en el Servicio Nacional del Trigo.
En otro ámbito, el ganadero, el cumpleaños de Manolico coincidía con el esquileo de las ovejas. Su padre, Manolo, trataba de hacer acordar la fecha con los esquiladores turolenses. Así, al paso, se mataban dos pajaros de un tiro. Doña Sara, la madre de Manolico, preparaba una abundante caldereta de cordera a la pastora, unas sabrosas ensaladas, y como dulce colofon, una tarta casera de bizcocho y frutas confitadas. Cuando los hombres satisfechos se soltaban un agujero del cinturón, servía café, cognac o anís, y rondaba por las callosas manos una caja de Farias.
Vanidosa, rodeada de hombres, pues por ser el cumpleaños de Manolico, acudían también los peones agrícolas; ante las caras felices, siempre exclamaba su orgullo:
--¿Cómo estaba la caldereta, chicos?
--Muy buena, Doña Sara. De rechupete – contestaban al unisono.
--Por algo me dieron un diploma y una olla express por la receta—no callaba rumbosa, la trabajadora mujer. Un esquilador viejo, castellano por más señas, agradecía el condumio religiosamente para regocijo de la santa cocinera:
“Ahora que hemos comido bien
con alegría y contento
démosle gracias a Dios
y al Santísimo Sacramento.

Ahora que hemos comido bien
con contento y regocijo
démosle gracias a Dios
y a su Santísimo Hijo.

Ahora que hemos comido bien
con contento y alegría,
démosle gracias a Dios
y a su Madre Santa María.”

Algún premio debía adjudicarse la buena mujer, si llevaba trajinando en la cocina desde las 5 de la mañana. Primero, preparar unas migas con torreznos para que a las 7 almorzaran los recién llegados esquiladores con la furgoneta. Antes siquiera de bajar la maquina a gasolina y montar los brazos para las cuchillas, se llenaban la panza de migas y buenos tientos a la bota. Luego hasta el mediodía trabajaban sin descanso, a riñón, con el cuerpo doblado sobre las ovejas que bien trabadas con la sogueta permanecían atemorizadas en manos tan rudas y fuertes. Desposeídas de sus abrigos de invierno, aligeradas de peso, saltaban como corderas una vez liberadas. No solo almorzaban los cinco o seis esquiladores, también se dejaban caer los peones de la dehesa, no era cosa de desaprovechar la ocasión de un buen almuerzo, así como los atadores y los mozos de coger ovejas y guardar en sacas de arpillera la preciada lana.
Luego, sin descanso previo, venia la faena de preparar la carne, las patatas, la ensalada, y hornear la tarta. Disponer todo para su traslado al aprisco, donde se consumaria el banquete, pues una de las cosas principales era no romper la rutina del trabajo, hecho que se efectuaría si subieran a comer al caserío. Así, a pie de tajo, la confianza se afianzaba y se conservaba la concordia del trabajo con el nutritivo asueto.
Manolico saltaba de la cama cuando su carita era bañada por los primeros rayos de sol. Se ponía sus pantalones cortos, sus albarcas y su camiseta rayada; se daba un somero lavado de cara y orejas, refregaba con la húmeda toalla su pelada cocorota, y hacia acto de presencia en la cocina. Su madre estampaba dos sonoros besos en sus coloradas mejillas y le ponía delante un humeante tazón de colacao.
--Esta mañana un pajarico me ha dicho que era tú cumpleaños. ¡Felicidades!
Y volvía a besarlo, con más fuerza, si es que era posible.
--Mama….
--Tomate el colacao y las magdalenas, que los regalos los tienes en el comedor. Dale los buenos días a Don Rafael y no pierdas los nervios. Que los regalos no se los va a llevar Tarzan.
A la velocidad del hurón, dio cuenta de su desayuno. Atenta su madre limpio sus labios cercados por el cacao, empujando su trasero hacia el anhelado momento de encontrarse con sus regalos.
Don Rafael, oculto tras el ABC, fumaba su primer cigarrillo tras el austero desayuno. Bajo el periódico e inquisitivo con sus penetrantes ojos azules, espero el educado proceder del chiquillo.
--Buenos días, Don Rafael.
--Buenos días, Manolico.
Los almendrados ojos, pícaros e hipnotizados permanecían fijos en los paquetes de regalo. Tarzan, su setter irlandés, coleaba bajo la mesa, invitándolo a lanzarse sobre su presa.
En un pequeño paquete encontró el ansiado transistor japonés que Don Rafael le había prometido traer de Andorra. Venía con las pilas colocadas, así que cuando giró la ruedecilla se puso a emitir zumbidos; giro la ruedecilla superior y encontró Radio Juventud de Zaragoza, su cara sonrió al reconocer la voz de la locutora.
Don Rafael carraspeo, y enseguida bajo el volumen. Se entendían perfectamente en el lenguaje de los signos y mínimos sonidos.
Luego abrió otro paquete y se encontró con un par de nikis de rayas, calzoncillos y otro pantalón corto. Regalo de su madre, claro. Se miro las albarcas de pastor hechas a medida, y recordó que su padre le había dicho en la tienda de Garrones, el albarquero.
--Y estas albarcas son mi regalo para tu cumpleaños. Iguales que las mías, ya eres todo un pastos, zagal pero pastor.
Cuando oyó a lo lejos, el vibrante zumbido de la maquina de esquilar; llamó a Tarzan, subió en su mini-bici para acompañado por los ladridos del perro, bajar al aprisco por el cuidado camino.
La frenética actividad, le sorprendió. No era su primer esquilo, recordaba el del año anterior, pero a la edad de siete años, todo se recibe como nuevo. Los hombres sudorosos en su faenar, trajinaban con las ovejas. Un par de jóvenes las cogían por el lomo y una pata llevándolas ante los atadores que, en un abrir y cerrar los ojos, las ataban de las cuatro patas con una sogueta trenzada de esparto, dejándolas listas para los esquiladores. Otro peón recogía los vellones y los embutía en las grandes sacas de arpillera. La buena mano se demostraba sacando el vellón de una sola pieza, rapando del pescuezo al coleo, cuantos menos cortes más diestro es el esquilador. Si se producía un corte, la herida sangrante era cubierta de polvillo de carbón vegetal molido, para desinfectar y cauterizar al instante.
Cuando al caer la tarde terminaba la faena, el capitán de los esquiladores sacaba las cuentas y Manolo pagaba el trabajo. Los vellones en las sacas esperarían la visita del lanero que compraría al precio del mercado. Las esquiladas ovejas salían a pastar al rastrojo disfrutando de su nueva y fresca vestimenta.
Bajo las rutilantes estrellas, sentados sobre una alpaca de paja, Manolico le enseñaba el transistor japonés a su padre. Manolico quería escuchar la canción del verano y su padre el diario hablado, el llamado parte.
Y, entre las agudas voces de Los Diablos cantando “Un rayo de sol” y la tétrica voz del noticiero, Manolico quedó dormido; bajo la luna de su cumpleaños que reía arriba, feliz, perpetua como la esperanza de los hombres puesta en el sol del día siguiente.








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