LA SUERTE DEL PAVO

Tienes la suerte del pavo por Navidad, decian mis paisanos. Suerte, lo que se dice suerte, pues, obviamente, la teniamos nosotros que nos lo comiamos. Pero tampoco tenia mala vida el orgulloso animal de corral. Si lo miramos por longevidad, moría en edad adulta a sus ocho meses bien cumplidos; lejos de la súbita muerte de cabritillos y corderos lechales que morían apenas cumplido el mes. En el aspecto jerárquico, junto al envidiado gallo, permanecía en lo más alto de la pirámide corralera. Solo que no tenía pavas que cortejar, como gallinas tenía el gallo; así que paseaba con la gallardía de un general carlista derrotado y exiliado en la Francia. Digo carlista por la roja cabeza, el pescuezo, el moco y el zarzo que son rojizos hasta que el macho comienza a hacer su “pavoneo” o danza de apareamiento cuando toda esta área se hace de un color rojo encendido y brillante. Pero este nuestro general, no teniendo pavas que aparear, nunca encendía sus atributos con el rojo encendido de la pasión, sino que se pavoneaba como Casanova retirado de las lides amorosas y envainada la espada guerrera se sentía libre de sofocos y ardores amatorios. Los conejos que entraban y salían de sus madrigueras no llamaban ni siquiera su atención, sería rebajarse ante tan prolífica especie que se pasaban el día montando su teatro y desmayándose tras su frenético movimiento copulativo. Los patos, eran unos asquerosos que se adentraban en la oscura cuadra a rebuscar con el pico en las boñigas del caballo y el burro. Ni osar acercarse a Don Hilarión, nombre que cada año e inspirándose en la verbena de La Paloma, le ponía Doña Sara al pavo en suerte. No obstante, repito, al no tener pavas-chulapas que seducir, pues su andar presuntuoso tenía más aire de tragedia griega que zarzuela de los madriles.
La semana que Manolico cumplía los años, era una semana agitada dentro de la parsimonia cansina del estío lleno de horas de siesta, modorra y bochornoso calor. Pero esa semana de mediados de junio solía terminar la siega, esquilarse las ovejas, e ir a Salillas de Jalón a comprar un pavo de dos meses.
Los pavos que criaba cierta familia en su corral salillero eran cotizados por su sabrosa carne y la maestría de sus cuidadores para criar la pavada, obviamente, me refiero a la pavada como a las crías de pavo y pava, no a la tetera para el mate, ni a la expresión argentita: “Che, que pavada…”, digo esto no vaya algún querido porteño a subírseme a los mismísimos con su cabrero, que tampoco sería decir el que cuida cabras, sino el argentino enojado que en lunfardo es cabrero….pero volvamos con Don Hilarión y su soledad, digna y majestuosa soledad.
Como buen aristócrata, nada más alejado de la verdad considerar a un pavo tonto o estúpido, pues por tener tienen hasta un lenguaje para comunicarse; nuestro pavo de corral gustaba darse baños de arena para desparasitarse de piojos y demás incómodos parásitos. Para su uso exclusivo, disponía de una solana de arena fina que traía mi padre de una amarillenta cueva en la linde con Lumpiaque. La misma preciada arena que servía para lavar los cacharritos de la cocina, que decía Doña Sara. Antes se lavaban los platos y los cacharritos con arena, que el Ajax fue mucho después, casi llego cuando los americanos pisaron la Luna, no la de Valencia, sino la Luna, Luna, Lunera de los versos de Federico García Lorca.
Manolico, aburrido, solía azuzar al gallo en las horas de nadie; horas de siesta que como rebelde chiquillo se imponía no guardar la costumbre. No es que fuera malo; solo rebelde y travieso, pícaro y algo taimado, pero sin dejar de ser inocente y feliz. Pero alborotar el sosiego de la sombra, era algo que se salía de la norma y le encantaba. Respetaba a Don Hilarión, tan de luto negro y con aquella roja escarapela colgante, además, hacía amago de encararse con él, y abría sus alas con violencia, henchía su carnosa pechuga, y soltaba su guirigay tan irritante para los tiernos oídos.
Pasaba el verano, venia la alegre vendimia, la Virgen de Pilar, el día de Todos los Santos; los calores dejaban paso a las frescas mañanas otoñales, las nieblas como fantasmas ensabanados subían desde la vega del río hasta las llanuras del campo, quedándose como manteles de boda suspendidos en el aire. En la escuela, se montaba el belén, se cantaban villancicos y se cogían las vacaciones de Navidad.
De recordar con entrañable nostalgia, era el día que bajaban Doña Sara y Manolico a comprar los turrones a la pastelería de Fernando Moreno. Atendidos con amabilidad, elegían un surtido completo de mazapanes, turrón blando de Jijona, turrón duro de Alicante, yema, yema tostada, coco, chocolate con almendras, polvorones la Estepeña, guirlaches, tortas de almendra. Entonces el trato era esmerado y personal, tanto en la pastelería como la carnicería, la pescadería, los ultramarinos; no como ahora, amontonados en los super, mega, y hasta hipermercados, fríos almacenes de enormes salas deshumanizadas y consumo desprovisto de todo sentido y medida.
Luego de vuelta a casa, por la tarde, Don Rafael se ponía sus vestiduras de terrateniente ilustrado y algo bohemio, cogía a Manolico para ir a La Almunia de Doña Godina en el Land-Rover. Se acercaban por la carretera de Ricla, llamada del desierto por su poco tráfico, hasta llegar a los viveros. Elegían un abeto en su macetón, y después de visitar la papelería-librería-administración de lotería, surtidos de revistas, tebeos, y decimos de la suerte, volvían entre dos luces, deteniéndose para dar paso a rebaños que volvían de los montes a sus apriscos urbanos.
Luego en el caserío, el abeto era decorado con espumillón, bolas, estrellas y luces de colores, junto al gran belén que Doña Sara montaba en la mesa auxiliar del comedor. La chimenea chisporroteaba dando cuenta de gruesos troncos de olivo, los niveos mastines velaban a su dueño somnolientos por el calor sobre la gran piel de macho cabrío, y Manolico se tiraba con ellos totalmente agotado y satisfecho. Cuando su padre entraba sacudiéndose el aguanieve de su negra chaqueta de pana, la puerta se cerraba a la soledad inmensa de los campos desiertos, solo habitados por los zorros, conejos y comadrejas, algún despistado jabalí por la niebla.
Tras cenar unas migas con uvas pasas, una infusión de té de roca endulzada con miel blanca de romero, llevaba a un sopor que súbito traía de su mano el más profundo de los sueños.
A la mañana siguiente, día del sorteo de Navidad de lotería nacional, Manolo antes de bajar a la majada a preparar el rebaño, despertó a Manolico para que aprendiera a matar al pavo. Parecerá una barbaridad llevar a la matanza a hora tan temprana a un niño de siete años. Pero si recordamos que estamos en el año del Señor de 1.967, y que las leyes del campo, nada tenían que ver con gazmoñerías y atildadas costumbres, comprenderemos. La muerte era tan natural como el nacimiento, y el aprendizaje igual de importante. Manolico, observaba diligente y servía de pinche para la matanza de conejos, pollos, corderos, y lo que más le dolía, cabritillos. Ahora, calzando recias botas Las Cadenas, pantalón de pana, jersey casero de cuello alto de diez lanas; pisaba junto a su padre el escarchado suelo de tierra con pasos de hombre.
Cuando abrieron la puerta del corral, al primer vistazo, su padre barruntó algo anómalo. Las gallinas cacareaban escandalizadas, los conejos estaban prietos a la pared con las grandes orejas alzadas; sí no había duda, algo del tipo de los desastres, había ocurrido hacia bien poco. Manolo no pudo ocultar su enojo, cuando vio el cuerpo de Don Hilarión tendido en su lecho de arena, yerto sin ningún tipo de vida o movimiento. Sus regías plumas estaban alborotadas y su castrense apostura había dejado paso a la indecencia de la muerte. Cuando se acercó al desmadejado cuerpo, una sombra alargada pero con una pelota que bailaba en su centro salió rauda de una madriguera de conejo e intentó trepar por la lisa pared. Caía al suelo, y rabiosa, intentaba de nuevo la escalada. Manolo, gran conocedor de la fauna campestre identificó al instante a la protagonista del crimen. Una comadreja adulta de gran tamaño, llamada fuina o más común, paniquesa.
Cogió el palo de avellano, que estaba junto a la puerta para calmar los prontos del gallo, y se dirigió decidido hacia la alimaña.
Detuvo sus pasos y espero a que sucumbiera en su empeño de libertad. Sus escaladas eran cada vez menos altas, resollaba, pero enceguecida por el deseo de escapar, no media sus fuerzas. Cuando agotada, hinchada por la sangre del pavo que golosa había absorbido sin medida, tomo conciencia de la derrota, no intento huir, agazapada y mirando con sus ojos de víbora, espero el palazo que le rompió la espina dorsal y se le llevo la vida.
Mi padre cogió un saco de arpillera y sin tocarla la introdujo dentro, luego cogió al pobre de Don Hilarión y lo metió junto a su asesina en el interior del saco. Se dirigió seguido por Manolico hasta un profundo pozo seco, fruto de una perforación frustrada en busca de agua. Al ser profundo, era utilizado como guano o muladar de animales muertos por enfermedad o, como era el caso, por violencia sanguina, pues la carne del pavo no era aprovechable por poder estar infectada por la rabia. Arrojó el saco a la oscura boca del pozo, explicando a su manera a Manolico los peligros de la rabia, así como los síntomas que un perro presenta al estar rabioso.
Lecciones necesarias pero para nada acordes con la Navidad. Cuando volvió al caserío, paso a relatar la aventura matinal a su madre y a Don Rafael. Envuelto en humo y fragante aroma a café, Don Rafael miraba a Manolico contar lo acontecido, como si fuera un sabio de la Antigua Grecia. Su madre estrujándose el delantal, decía para sí:
--“Maldita comadreja. De donde saco un pavo para marinar dos días antes de Navidad. Y a saber cómo lo habrán criado. ¡Ay, Señor, Señor! Si me toca la lotería, cojo la maleta y me voy a la capital. ¡Qué desgracia! ¡Pobre Don Hilarión!
--De todas las maneras había llegado su hora – dijo Don Rafael, quitando hierro al asunto.
--¡No es lo mismo, Don Rafael! No es lo mismo, morir como Dios manda que ser muerto por una alimaña.
--Como siempre, Sara, tienes razón. Seguro que encontrarás en el pueblo, sino otro pavo, pues, un pollo capón para hacerlo a la chilindrón. Seguro, y si no nos comeremos a Manolico que esta tiernecico—dijo sujetando por el brazo a un asustado chiquillo que tiraba para escapar.
-- Déjese de bromas, que cosas tiene. Vamos Manolico, ven a la cocina, pobre. Con el susto que te habrás llevado. Anda que te voy hacer un tazón de chocolate. ¡Ay, Don Hilarión del horno te has escapado más la muerte no has evitado!
Y así paso a la historia aquel pavo ajusticiado antes de morir por la gula de una comadreja que con su avaricia firmo su muerte.
Don Hilarión, el pavo con menos suerte de todos los pavos que mueren dignamente por Navidad.
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