EN LA PAZ DEL CAMPO

Cuando el frío campaba a sus anchas por los campos, los carámbanos colgaban de las ramas de los pinos, la cocina era el centro de actividades de la casa. El salón con la chimenea encendida era ocupado por Don Rafael, que mirando el desalentador panorama por la ventana, se resistía a salir a dar su paseo matinal. Doña Sara se movía con decisión por su reino de pucheros y sartenes, elaborando la comida del mediodía. Manolico, que aún no iba a la escuela, ejercía de mozo-pinche obedeciendo sin rechistar las órdenes de su madre. Cuando se agobiaba de cascar almendras, traer cubos de carbón o un capazo de tacos de leña; desempañaba algún cristal de ventana y buscaba a su padre por los campos. Hacía demasiado frío para acompañar a su progenitor con el rebaño. Ansiaba los días de primavera en que apostados en algún ribazo, jugaban a su juego favorito: ¿qué dirán?
El juego consistía, invariablemente, en adivinar de forma rutinaria, que dirían las gentes del pueblo ante una situación concreta.
“Si me fuera a la capital y me hiciera rico. Cuando volviera con un gran coche, ¿qué dirán?”
Su padre, colilla apagada de perrero* en la comisura de sus finos labios, contestaba con indolencia.
“Dirán: Mira el hijo de Manolo y la Sara. Parecía tonto y se ha hecho rico en la capital. Mira que haiga ha traído”.
“¿Qué es un haiga, papá?
Entonces los ojos de su padre se perdían por los amplios horizontes de la dehesa. Su mente recordaba la capital de España, Madrid, sitiada por su regimiento a las órdenes del general García Valiño, el enterrador, como lo llamaban en un susurro velado por el miedo. Los madrileños en las trincheras de la ciudad universitaria, soñaban con entrar victoriosos y recorrer el paseo de la Castellana a bordo de un haiga americano. Pero la ciudad en manos de la República resistía, los ataques de los moros y de los regulares eran rechazados por los anarquistas de rojinegros gorros y por los gritos de “No pasaran” dichos en babélicas lenguas por los brigadistas internacionales.
“Un haiga es un coche americano muy grande”—decía lentamente su padre, ensimismado en sus lejanos recuerdos.
“¿Como el de Don José?—preguntaba animoso Manolico.
“Sí. Como el de Don José”—afirmaba su padre, encendiendo la colilla del perrero.
Manolico recordaba las visitas de Don José a la dehesa. La casa hervía en ebullición domestica ante la visita del hermano mayor del dueño. Se mataba el mejor ternasco, se preparaba el horno de leña, y su madre elaboraba flan casero de café con una docena de huevos. Venían de Tauste, de donde era originaria la familia, dos muchachas de servir que limpiaban con esmero hasta el último rincón del chalet, quedandose hasta que terminaba la visita para servir la mesa y ser de ayuda para Doña Sara, la cocinera y cuidadora de Don Rafael.
Don José venía de Madrid, donde tenían la factoría de volquetes y cajas de camión, así como herramientas de laboreo para tractores. Venía precedido de la urgencia y esmero de un Gobernador o un mariscal de campo. Llegaba a bordo de un Continental Lincoln, modelo que usaba el actual presidete J.F. Kennedy e importado de Estados Unidos. Conducido por su chofer Martín, un castizo que arrastraba las silabas al hablar con un deje de chulería muy de los madriles. Ataviado con su traje azul, camisa blanca y corbata negra, peinaba sus retintos cabellos con profusión de olorosa gomina. Cuando se aposentaba la inmensa carlinga a las puertas del chalet, presto salía gorra en mano a abrir la puerta por donde descendía un elegante Don José en su inamovible traje de tres piezas, leontina de época de oro macizo que sujetaba al chaleco un reloj de bolsillo del mismo apreciado metal.
Todos salíamos a recibirlo al porche. Un huraño y nervioso Don Rafael besaba y abrazaba a su hermano mayor, mientras Doña Sara con Manolico prendado de la falda, sonreía al magnate, dueño de dueños, que preguntaba con voz sería que menú había preparado en su honor.
“No se preocupe, Don José. Sus pichones a la cerveza estarán listos para la cena”.
Entró en la casa, tomó asiento en el sillón, Don Rafael le sirvió un Antiquary reserva 12 años con hielo, y encorvado fue al despacho a por los libros de contabilidad.
La visita no era familiar ni de cierta cortesía, los motivos eran contables e interesados pues la propiedad de la dehesa le pertenecía a Don José como patriarca de la familia. Sus hermanos trabajaban para él, bien en la factoría de Madrid, bien llevando fincas y talleres, se sentían protegidos y bien remunerados, pero las riendas del carro familiar eran llevadas con recia rectitud por Don José. Ahora, tras la reciente cosecha de trigo y cebada, tocaba pasar cuentas de gastos y ganancias. Don Rafael, lejos de atemorizarse por alguna inexactitud en los números, se sentía cohibido ante la magna presencia de su hermano. En su fuero interior, solo esperaba el cierre súbito del libro mayor, la exclamación satisfactoria del patriarca, que llevaría a sus gordos y morados labios el grueso vaso de whisky escocés.
“Bien. No ha sido el mejor año, pero ha sido productivo. Puedes acceder a tu parte de los gananciales. Seguro que tendrás algún coche en mente”.
Y acertaba de pleno. Don Rafael, en la soledad de la finca, llenaba las largas horas recreándose con las revistas que recibía por correo. Revistas de todo tipo: sociedad, política y economía, motor, agricultura. Pero sus azules ojos se animaban ante los reportajes de coches nuevos que saldrían próximamente al mercado. Esperaba con ilusión infantil estrenar algún modelo recién sacado a la calle. Para luego, acción criticada por todos, pasear por los maltraídos caminos de la dehesa, con su flamante automóvil. Recluido en la dehesa por prescripción médica, sus placeres se resumían en la lectura, el paseo por los irregulares caminos de la dehesa que administraba para la familia, y el estreno cada dos años aproximadamente, según la calidad y cantidad de las cosechas, del modelo elegido. Lejos habían quedado el alcohol, las mujeres, los cabarets, y la noctambula vida en la ciudad. Su salud, resentida por los excesos, le había conducido a su pesar, a la saludable vida en el monte aragonés respirando los sanísimos aires del Moncayo.
Satisfecho por la aprobación de su hermano, volvió a llenarle el vaso de whisky, y esperaron a que Martín volviera del pueblo con el cura párroco y Manolico.
Manolico, a bordo de semejante vehículo, entrando por el arrabal al pueblo, no cabía en sí de gozo. Tras los ahumados cristales, veía las caras de asombro de las gentes que se encontraban en las aceras. Algunos, temerosos, se quitaban la gorra o boina, asintiendo con la cabeza en señal de respeto. Martín, maniobrando con cuidado por las estrechas calles, ante las muestras de respeto, no podía dejar de exclamar con socarronería:
“Manolico, se creen que eres del Gobernador para arriba. Levanta la mano, anda, como hace el Generalisimo",
Manolico seguía la chufla, levantaba la mano agitándola y los hombres se mostraban anonadados por la presencia del hijo del Manolo y la Sara dentro de aquel imponente automóvil que era igual al del presidente Kennedy en la televisión del casino.
Llegados a la plaza del ayuntamiento, donde todos los chavales dejaron los juegos para contemplar el inmenso coche, Martín aparcó, bajo gorra en mano y le abrió la puerta con ceremonial de respeto incluido:
“Anda, sube a buscar a Mosén Miguel”—le dijo a Manolico, intentando no romper a reír antes las caras de niños y mayores que observaban estupefactos la escena.
Manolico, seguido de un ruidoso tropel de niños, ascendió hacia la Iglesia. En la puerta, con un bolso de compra rayado a colores, esperaba el cura párroco. Manolico le trasmitió la invitación que daba por sentada el orondo cura. Le indico la bolsa para que la llevara e iniciaron el descenso a la plaza. Cuando llegaron ante el cochazo, los niños se arremolinaron para besarle el anillo. Con aires de emperador romano, extendió el brazo y dejo besar la imitación de rubí por los niños. Martín gorra en perfecto ángulo recto, esperaba con la puerta abierta. Cuando termino el besamanos, el párroco dirigió sus inmensas posaderas hacia los cómodos asientos de cuero, al cruzar la puerta como burel que sale lanzando cornadas a diestro y siniestro, Martín hizo amago de coger su mano para besar el anillo. Conocedor de su castiza postura a la rechifla, Mosén Miguel, hizo caso omiso y se adentro con esfuerzo a los interiores de piel y comodidad. Cuando Manolico quiso ponerse a su lado con la pueblerina bolsa rayada de colorines, brusco le indicó que se pusiera delante, al lado del conductor. Quedo así dispuesto el interior de la limosina, ahora convertida en coche religioso con un vulgar cura de pueblo dándose pote ante su feligresía, que inducida por la curiosidad se prestaba a rendirle admiración desde ventanas, balcones y terrazas de café.
El recorrido se hizo en silencio, temeroso Martín de ofender la representación oficial del clero tan visible en el asiento trasero.
Al llegar ante el chalet de la dehesa, salieron los anfitriones acompañados por una Doña Sara de malas pulgas por tener que dejar sus fogones y recibir al tragaldabas del cura. Cuando cogió la bolsa que le daba su hijo, no obvio poner morros de enejo, pues adivino las intenciones del párroco de llevarse la bolsa llena de delicadas muestras de generosidad comestible. Don Rafael le invito a entrar sin obviar su desagrado ante aquel pantagruélico cuervo de sacristía, como solía llamar a los de su condición cuando salían en la recién adquirida televisión en blanco y negro. Más educado fue Don José que, fuera por sus muchos pecados y conductas fuera de las leyes de la santa madre iglesia, asistía a misa diaria en Madrid compartiendo banco privilegiado con ministros de Franco, generales entorchados y enmedallados, así como toda la fauna provecta del ultra catolicismo de aquella dictadura de opereta. Cogió por el codo al sudoroso cura, que fuera del aire acondicionado del coche, sudaba las arrobas sobrantes con gran apuro dentro de la tétrica aunque nueva sotana negrísima como ala de cuervo.
Aposentados en cómodos sillones, Don Rafael sirvió un vaso alto lleno de Carpano, aperitivo italiano al que el cura profesaba devoción, informándole al paso de que le haría llegar una caja a su refectorio esa misma semana.
Disfrutando de los aires de un ventilador giratorio que refrescaba el bochorno de finales de junio que osaba entrar por la puerta, esperaron hablando de todo un poco a que la cocinera anunciara la comida.
Doña Sara trajinaba de la cocina del chalet al horno de leña, dando instrucciones a las sirvientas para poner la mesa, así como vigilando el estado de las bandejas de barro donde se asaba el ternasco con patatas. Se revolvía imperiosa dando órdenes sobre la ensalada, el inmenso flan de café que era introducido en la nevera, las diversas botellas de vino que acompañarían al ágape, el rojizo gazpacho, la macedonia de frutas como alternativa al flan, toda una multitud de variantes a observar adivinando los gustos, preferencias y cambios posibles en el trascurso de la comida.
Llegado el momento, la mesa puesta con blanco mantel de lino y cubertería de plata, vajilla ornada de Murano; cambió su delantal de cocinera por uno de un blanco almidonado que le serviría para vigilar a las chicas sirviendo los platos, así como para anunciar la comida dando detalle de los diversos platos y posibles alternativas.
Alisándose el purísimo delantal con puntillas, con seguridad no desprovista de cierta brusquedad de origen natalicio, leyó ante los tres comensales las delicias para sus sibaríticos paladares que había elaborado con esmero:
“Para primero, como entrantes se servirán unos platos de jamón de jabugo y queso del Roncal. Ensalada de la huerta de la dehesa. Gazpacho bien frio.
De segundo, a petición de Don José, se servirá ternasco con patatas asado en el horno de leña.
Como postre: flan de café o macedonia de fruta.
La mesa está dispuesta.
Se levantaron los elegidos para el banquete, antes de tomar posesión de su silla, en un aparte, Mosén Miguel dijo en voz baja a la cocinera:
“Sara, en vez del ternasco, tomaré una tortilla a la finas hierbas. Es que estoy a régimen, sabes”.
Asintió Doña Sara, sin poder disimular su contrariedad.
Cuando entró en la cocina, estalló en baja voz.
“Tortilla a las finas hierbas y yo me lo creo. En cuanto vea entrar la bandeja con el cordero y las doradas patatas, se va acordar del régimen de los c…nes. Como si no lo fuera a saber. El muy tragón”.
Cuando fue a ver si el fuego se mantenía vivo bajo la olla exprés donde se cocían los pichones en cerveza, comino y cebolla; la negrura de la tormenta que se formaba en el cielo, la sorprendió. Apenas en una hora, el bochornoso día había dado paso a un cielo encapotado de negros presagios.
Cuando las bandejas de ternasco llegaron a la mesa auxiliar para ser trinchados y servidos en los platos, su contemplación llevo a Mosén Miguel a un éxtasis glandular, llenándose su boca de espesa saliva que amenazaba en convertirse en baba y descender como un rio por su boca abierta. Doña Sara observó con complacidos ojos como se entrecruzaban sus dedos en un nerviosismo de ansiedad contrariada, sus ojillos ratoniles se fijaron como alfileres en las piezas de lechal que iba sirviendo en los platos. Cuando vio la tensión a punto de romperse como cuerda de guitarra, indico con melosa voz.
“Tranquilo, Mosén Miguel. Ahora, le saco su tortilla a las finas hierbas”.
“Pues mira Sara, he pensado que sería un agravio a la mesa, al apetito firme de mis compañeros de santa mesa, mostrar mi humildad con una simple tortilla. Para no hacerles pasar un mal rato y compartir su gula, haré un esfuerzo y me comeré un plato de asado con unas pocas patatitas”.
Triunfal en sus pensamientos adivinos, viendo derrotada la postura menestral del comilón, le lleno un plato de ternasco con patatas hasta el borde.
Volvió a la cocina, cuando súbito estalló el primer trueno. El cielo no daba dudas a sus aviesas intenciones, negro como boca de lobo, presagiaba la descarga de una poderosa tormenta de verano.
Con la cosecha, buena cosecha, guardada tras los protectores muros de piedra de los graneros, los comensales siguieron deleitándose con el sabroso lechal que se deshacía en sus bocas con la prestancia de la manteca caliente. A las dos de la tarde, Don José le indicó a su hermano la conveniencia de escuchar el diario hablado de radio nacional de España, vulgarmente llamado “el parte”.
La tormenta rugía en todo su esplendor y la parafernalia de rayos y truenos hacia vibrar los fuertes muros del chalet. Hablaba el Generalísimo sobre la conveniencia de dotar a la geografía nacional de numerosos pantanos, sonaba su aflautada voz como viniendo de otra lejana galaxia, cuando un zig-zag metalico como de entrecruzar espadas, se escucho procedente de la cocina.
Una centella había entrado por la chimenea, había golpeado la olla exprés sin llegar a tirarla pero dejándola dando vueltas sobre sí misma para seguir su camino atravesando el gran aparato de radio y saliendo por la ventana situada detrás del parlante que en una amalgama de ruiditos de fritura, soltando un amargo olor a chamusquina, debilitó la voz del Generalísimo hasta llevarlo a una agonía de sonido que termino con una sonora explosión: “PUM”.
Quedo el aparato de madera noble con un negruzco agujero en su centro, soltando unos hilillos de gris humo que olían a cable quemado, cuando de la cocina persistió el sonido de la olla exprés girando sobre si misma.
Doña Sara contemplaba con desorbitados ojos el fenómeno giratorio, su cuerpo paralizado e incapaz de salir corriendo semejaba un anuncio de menú a las puertas de un restaurante de carretera. Más se empequeñecieron sus ojos al contemplar como la válvula de sujeción de la olla exprés comenzaba a girar lentamente. Cuando se soltó y cayó al suelo, el estruendo de la impulsión de los pichones hacia el techo, fue demoledor como el estallido de un cartucho de dinamita. Fue un verdadero milagro que el caldo hirviente no le malograra su hermosa cara ni causara quemaduras en sus brazos y piernas. Pero fue así, toda la carga de la olla salió impulsada hacia arriba, como un cohete de cabo Cañaveral, sin desviar ni una gota de caldo alrededor. Los pichones quedaron adheridos al techo con un marco de espesa salsa, junto al calentador de agua, formando un bodegón surrealista de un orate pintor.
Cuando a pasitos llegó hasta el comedor el espectáculo era como para troncharse de la risa o irse a la habitación a rezar a San Bartolomé.
Los tres comensales a la mesa permanecían sentados e incólumes en estática figuración. Como estatuas de cera en un museo anticipado al recuerdo de la época franquista, sus pálidos rostros parecían petrificados por el momento vivido. No hubiera sido tan horripilante la escena, si sus cabellos no se encontrasen totalmente inhiestos hacia el techo, dándoles la prestancia de endemoniados personajes de un vodevil dieciochesco peinados al reves.
Cuando Manolico entró por la puerta de atrás, acompañado por Martín que había comido con él en las dependencias de los peones. El cuadro formado en el comedor era digno de atención. Las chicas de servicio, arrebujadas en una de las habitaciones, emitían un coro de llanto y risa difícil de discernir, si estaban histéricas por el susto o, literalmente se meaban de la risa.
Cuando Martín soltando un castizo ¡Carajo! comenzó a tocar sonoras palmas, tal como si contemplara un natural de Manolete, al batir de sus recias manos de chofer, volvieron los comensales a su estado natural.
Doña Sara al contemplar la radio humeante, los crispados cabellos, recordando los pichones pegados al cielo de la cocina, solo pudo exclamar:
“Si los señores han terminado con el ternasco. De postre les puedo ofrecer flan de café o macedonia de frutas de temporada. Café, copa y puro”.
El silencio que siguió, solo fue roto por las descontroladas risas de las muchachas de servicio que esta vez se dejaron llevar sin oponer resistencia a la vorágine del absurdo vivido, soltando su miedo y su risa, sino algo más liquido.
Martín se acerco a un impertérrito Don José, sacando de su bolsillo el peine de marfil que siempre llevaba para velar por su presencia.
*perrero: purito de elaboracíon casera de formas irregulares, generalmente proviniente de la zona levantina. También llamado de forma fina: tagarnina, y en Italia: puro toscano.
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