EL ÚLTIMO REGRESO AL EDÉN

Mi madre aún conservaba un juego de llaves. Aquel sábado festivo de primavera, al salir para dirigirme a la fiesta en el pueblo, las viejas y oxidadas llaves centraron toda mi atención. Sin que nadie me viera, las cogí. Recorrí los bares bebiendo cerveza, buscándola con los ojos del deseo. Con los ojos de amor habría buscado a otra, pero esta noche, sintiendo las llaves en el bolsillo del ajustado vaquero, buscaba con la fiebre del deseo. Había estado enamorado del amor, si tal ñoñería es posible, enamorado hasta la médula de amor que sentía por una muchacha rubia guapísima, sonrosada como una manzana madura y dulce como la miel de tomillo. Tenía dieciséis años, aún, pero en unos días iba a cumplir diecisiete. Como la tierra se predispone abrir sus poros ante las negras nubes preñadas de lluvia, como los pinos dirigen sus erectas guías hacia las mismas nubes; mi cuerpo era dominado por el deseo. Al cabo de pocas cervezas, la divise con un grupo de amigos. Reía, con una sonrisa pirata, aviesa y procaz, con una soltura corporal predispuesta para la aventura. Tenía dos años más, me había tanteado en alguna ocasión, y su mirada era la de una gata subida a un árbol viendo pasar una cría de ratón. Levanto la vista del vaso, se retiro la espuma de la cerveza de los labios, y observó que la observaba. Nada más entrar al baile, subí al gallinero, y poco tuve que esperar, pues al rato estaba bromeando a mi lado. Sus bromas eran como de mujer madura hacia un muchacho que quiere seducir, pero lo que no era capaz de advertir, era que mi caza había comenzado desde el momento de coger las llaves. Me deje llevar a la obscuridad, contra la pared sentí su lengua abrirse paso entre mis dientes, su rotundo libre cuerpo dejarse caer sobre el mío. Acaricie sus pechos, su culo, su espalda, cuando note que sus ojos me miraban achicándose por la fiebre carnal, le pregunte si había cogido el coche de su hermano. Sí, había cogido el coche. Cuando le enseñe las llaves; la tentación fue demasiado fuerte para negarse.
Toda la gente se encontraba festejando las fiestas de primavera, la del pueblo y toda la gente joven de los alrededores. El camino se encontraba a nuestra entera disposición. El camino de mi niñez. El camino por donde mi padre me había llevado en el burro a la escuela de la azucarera. El mismo que había servido de enlace entre mi antigua vida y la nueva en la azucarera. Podía saber por el ruido del motor en que parte nos encontrábamos, juego que había jugado con el sobrino de Don Rafael, cuando me bajaba a la escuela del pueblo. Cerré los ojos, cuando maniobró el cambio de marchas, redujo la velocidad y aceleró, supe que subíamos la cuesta de las canteras. Luego vino el descenso del Romeral, suave, el motor ronroneando como un gato junto a la lumbre. Al poco la llanura de la Olla, el motor encabritándose al compas de mi corazón. Tras superar la verde viña; el caserío.
Dejemos el coche oculto en la parte de atrás de los garajes. No creía que nadie fuera a pasar, pero si alguien pasaba, mejor que no viera nada. Metí la llave en la vieja puerta y se abrió emitiendo lamentos de añoranza y decrepitud. Volví a cerrarla para que se le quitara el susto de su violación en plena noche y note que un cuerpo, un deseo vivo en forma de mujer, se abalanzaba sobre mí con la intención de devorar mi virgen cuerpo.
Dándonos trompadas con los muebles, las paredes, las puertas; encontré la vieja cama del amo, dueño, propietario; y la ropa voló, los cuerpos desnudos se encontraron, fundiéndose en arremetidas de posesión. Por supuesto que dure menos que los suspiros de una viuda maltratada, mi sexo al igual que la viuda, se descargo del peso de la infancia soltando su húmeda cosecha sobre los muslos de blanca harina de mi devoradora. Ella, al notar la densa y olorosa descarga, soltó su risa pirata, y exclamó:
“Mi niño. Tranquilo, mi niño”.
Busque atientas la palmatoria dorada en la repisa del comedor, la encontré así como la caja de cerillas siempre dispuesta. Encendí un fosforo y prendí la vela. Todo el conocido entorno se iluminó. Los dos sillones de suave piel bovina, la radio-tocadiscos, la chimenea con la leña preparada para ser prendida que siempre tenía preparada mi madre. En un acto reflejo, desnudo sentí frío, acerque la vela al gurruñó de viejos periódicos bajo los troncos de olivo y prendí fuego. Arropada con una manta, hizo acto de aparición mi no satisfecha amada. Busque una botella de vino de Madeira, que mi madre guardaba en la cocina, cogí dos vasos y los llene. Encendimos unos cigarrillos, bebimos el dulce vino. Me levante, encendí la vieja y sobada radio traída desde Andorra, busque música melódica y retire la mesa redonda de raíz de cedro. Ella comprendió al instante, cogió los mullidos fondos de los sillones y los dispuso junto con los cojines de los bancos de madera, en el lugar frente al fuego que ocupara la mesa. Entonces iluminados por el vivo fuego que ardía, envueltos en la maravillosa música para enamorados de un sábado por la noche, desinhibidos por el vino, comenzó mi entrada sin prisas en el mundo de la carne. La sesión amatoria fue satisfactoria para las dos partes. No hubo rincón de nuestro cuerpos sin ser besado, acariciado, lamido. Los orgasmos se sucedieron espontáneos, como relámpagos en noche de tormenta. El canto de los pájaros en las acacias, evitó la catástrofe de quedarnos dormidos, agotados, desfallecidos. Con la tenue luz del amanecer; nos vestimos. Pusimos las cosas en su sitio, lance una jarra de agua sobre las agonizantes brasas. Contemplé por última vez el sitio de mi recreo infantil. La mesa grande del comedor, donde habíamos montado primero el tren eléctrico, después el scalextric, disputando carreras los domingos por la tarde. Don Rafael, el Lotus negro; yo, el rojo Ferrarí. Al apagar la radio, me negué a que cualquiera que entrará se hiciera con ella. Al fin y al cabo, siempre había estado a mi entera disposición, así que me la colgué en bandolera. Cerramos la vieja puerta, que suspiró un adiós interminable.
“Adiós, Manolico. Hasta nunca jamás”.
Ella trató de explicarme que había sido un favor, un capricho. Se atropellaba su lengua en las vanas explicaciones.
Cuando me dejo cerca de mi casa, la tranquilice con un beso.
“Nadie tiene que saber nada. Esta noche solo es nuestra. A partir de mañana, tan amigos como siempre”.
Entre en la casa dormida, la perrita de mi padre vino a recibirme como haría en todas las amanecidas de mi juventud. Colgué las llaves en su sitio, subí a mi habitación y encendí la vieja y sobada radio.
Me metí entre las limpias sabanas y dormí a mi nuevo cuerpo. La radio seguía encendida cuando desperté, como notoria acta de justificación, borrando la sensación de haber vivido un sueño.
Bañe mi cuerpo, mi recién estrenado cuerpo, preparándolo para un bonito domingo primaveral.
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