TORMENTAS DE VERANO. 1971



En aquellos años de mi niñez, si que eran fuertes las tormentas. Solamente el silencio en la atmosfera, antes del primer trueno, ponía los pelos de punta. Un silencio espeso como la manteca, una premonición bailando en la mente de los labriegos. El temor al pedrisco era justificado, la memoria no engaña a los viejos ojos que contemplaban con respeto a los negros nubarrones. Manolico, apenas tiene edad para memorias, y recuerda sobrecogido, la última gran granizada. Le pillo cortándose el pelo en la plaza del ayuntamiento. No era la barbería de su familia, pero haciendo uso de su estrenada valentía, opto por raparse para las calores venideras en la barbería de la plaza. La primera deserción a las costumbres de la familia. Se empieza cambiando de barbería; se termina cambiando hasta de región. Sentado en una silla hojeando el Heraldo, se vio sorprendido por una oscuridad de malas entrañas. Los hombres habían soltado las habituales pullas: este bochorno no puede traer nada bueno, está el cielo por Ricla más oscuro que el culo un choto, el zurizón y la cola la rata no tienen buena pinta. Todos miraron a Damián, pero nadie le preguntó al paso que era eso del zurizón y la cola la rata. Damián era mucho Damián y tenía su lenguaje propio, inventado o heredado de los antepasados que también fueron muy suyos, por eso tenían el mote de Sabios. Súbito se escuchó el primer rayo, un distorsionado chisss, lejano pero haciéndose anunciar, como invitando a los paisanos a meterse en las casas. Los hombres oteando tras los visillos; las mujeres, rosario en mano, rezando a San Bartolome:

"San Bartolomé se levantó
pies y manos se lavó
y a Jesucristo encontró.
— ¿A dónde vas, Bartolomé?
—Señor, contigo me iré.
—Volvete, Bartolomé,
a tu casa, a tu mesón
te vengo de dar un don
que no mereció varón.
En la casa donde asistas
no caerá piedra ni rayo
ni morirá mujer de parto
ni criatura de espanto.

Tras el chisss, vino la sonora respuesta, un trueno capaz de resquebrajar una tinaja vacía. A continuación, se abrió el oscuro cielo; cual cesaría incruenta, los amenazadores nubarrones soltaron su pesada carga. Una cortina de blancos huevos de gallina descendió siseando la desgracia, pronto el suelo se blanqueó por efecto de la ruinosa descarga. Una infausta nevada a mitad de junio arraso las huertas, la fruta, las cosechas de cereal, los tiernos pámpanos de vid y se llevó en escasos minutos los anhelos de la gente del campo. Entre sutiles maldiciones, resignación apesadumbrada, le tocó el turno a Manolico de raparse. Pero los chiquillos llenaban la plaza, tirándose los pedruscos como si fuera nieve, y salió pitando a reunirse con ellos. Como la pólvora corrió la nefasta noticia. Un paisano había sido sorprendido por la tormenta al pasar por el puente nuevo con su carro y su mula
La mula debio desbocarse con los truenos y había acabado arrastrando al carro a la zanja estrecha entre la carretera y el muro de protección de la finca junto al rio. Había muerto el buen hombre aplastado por el carro. Toda la chiquillería corrió hacia el río. Los hombres y la pareja de la Guardia Civil les detuvo de la loca carrera sin apenas dejarlos ver nada. Solo llegaron a escuchar los estremecedores estertores de la mula atrapada en la zanja. Sonó un disparo de fusil; pues el juez de paz había autorizado a un guardia para sacrificar a la mula. Cuando volvían hacia el pueblo, resollando aún por la carrera, sus ojos se perdían por los campos arrasados. Las manzanas de la finca de La Viñaza, como pelotas de pin-pong, llenaban los ribazos. Los hombres arrancaban los machacados tomates de los encañados bancales. Todo estaba aniquilado, dada la fuerza de devastación de la tormenta. Cuando su tío Daniel le revolvió la pelambre, Manolico se echo a llorar.
Ahora, dos años después, la situación tras la tormenta era distinta, aunque no pintaba bien para Manolico. El estampado tractor había luchado contra la pared con todas sus fuerzas, solo fue derrotado cuando su motor se quemó en el esfuerzo. Don Rafael, visiblemente enojado, le había hecho venir. Manolico contemplaba a su amigo sin parpadear. Sí, aquel rojo “Mccormick Internacional” rojo brillante tras la lluvia, era su compañero de recorridos por la finca. Desde el día en que, la necesidad, pues las cosas se hacían más por el sentido de la necesidad que por otros motivos, tuvo que aprender a conducirlo. Don Rafael insistió en que aprendiera, le obligó a manejar aquel vehículo. Era el más pequeño de los tractores, así que sería el elegido. Había dos coches, pero Don Rafael aún no quería que aprendiera a conducir coches, solo tractores. Un tractor daba más respeto por ser elemento de trabajo. Un coche era como algo festivo, un habitáculo con ruedas para ir a comprar, ir de excursión, a la capital para las fiestas del Pilar. Pero un tractor, era otra cosa, algo digno de respeto. Y un niño de once años tiene que respetar para concentrarse y no cagarla, perdonen, pero lo que le interesaba al amo, a Don Rafael, era que no la fastidiase con su tierna edad. Un coche podía calarse y no saber volver a arrancarlo. Podía acelerar y salirse del camino, atascándose en un sembrado. Pero aquel magnifico tractor viñero, era como un auto de choque, con saber arrancarlo en segunda larga, frenar y poner punto muerto era bastante para llegar al pueblo y volver.
En la finca, cuando no estaban los tractoristas y peones, solo estaban Don Rafael, Sara la cocinera, su marido Manolo, y su hijo Manolico. Dada la negativa aptitud para conducir, tanto de Sara como Manolo, solo se fijaron sus azules ojos en el niño. Siempre, desde que dejo de gatear, subido a toda clase de maquinas, tenía un despierto interés por aprender. Después del último arrechucho, Don Rafael, dada su precaria salud, dio el primer paso. Aquel arrechucho citado, obligó a Manolico a bajar hasta la azucarera andando entre la niebla. Perdido entre las cortinas sucesivas de brumosa niebla, se las vio y deseo para llegar ante las chimeneas de la dichosa fábrica de azúcar. Habían sido su referente después de rebasar el Romeral, pues al ser niebla baja, si levantaba la vista veía su augusta altura en el horizonte. Una vez allí, el mismísimo médico de la fábrica subió con él a la finca y asistió al asustado enfermo. Pensó en poner el teléfono, solo tenía que costear los diez quilómetros de cableado, pues podrían ser enganchados en los postes de la luz. Pero siendo una especie de ermitaño misántropo, no le hacía gracia, ninguna gracia, estar pendiente de un hilo. Solo pensar en ser interrumpido en sus silencios de días, por familia, amigos, vendedores; solo soñar con el ring-ring, le hacia enfermar. Así que la solución para las emergencias, era que Manolico aprendiera a manejar el pequeño Mccormick.
“Dime que has sido tú. Te asustaste con la tormenta y lo estrellaste contra la pared. Y saliste corriendo en vez de pararlo- le decía Don Rafael.
Manolico, agarrado por la oreja por su madre, más rojo que un tomate maduro, negaba con la cabeza.
Don Rafael odiaba la violencia, pero más odiaba la mentira y la cobardía, aun así, apunto estaba de darle una bofetada.
En estas llegó Narciso con la furgoneta y el mecánico del pueblo. El joven mecánico era del total agrado de Don Rafael. Demostraba una inteligencia brillante para los motores y tenía la santa paciencia de explicarle con todo detalle los motivos de la avería, así como la forma de arreglarla. Don Rafael agradecía las enseñanzas, pues hasta le permitía una sonrisa, cuando lleno de grasa hasta los codos, para desesperación de Sara, cocinera y lavandera, tenía que hacerlo llamar ante el desastre a sus pies de piezas desmontadas y desbarajustadas juntas de goma.
Ángel, se acercó esbozando la sonrisa socarrona que le caracterizaba en su sobria sapiencia mecánica. El cuadro ante él, no era para menos. Manolico fuertemente virado a la derecha, debido a la tirantez con que su madre tiraba de su oreja. Don Rafael, enjuto, manchado de negro hollín pues ya había estado revolviendo los entresijos quemados del tractor, roja su cara por el enfado.
“Suelta a Manolico, suéltalo. Él no tiene culpa de nada”—dijo Ángel sin dejar de sonreír.
“Y esto como se explica—exclamaba un anonadado Don Rafael, abriendo sus manos como un profeta desdeñado.
“Quién utilizó el tractor esta tarde”—preguntó Ángel, algo más serio.
“Yo—dijo Narciso—estuve labrando las viñas antes de la tormenta.
“Y cuando viste que se te echaba encima, te viniste para el caserío. Te cogió el agua, llovía muy fuerte. Así que saltaste del tractor corriendo para no mojarte más, metiste la velocidad para que se frenara, y dejaste las llaves puestas”.
“Puede ser, puede ser. Llovía a mares y me estaba calando hasta los huesos”.
“Pues ya apareció el peine, que en la artesa estaba.”
“Claro, dejo las llaves puestas, y Manolico lo arrancó. Se asusto con la tormenta y lo estampó contra la pared”—dijo Don Rafael queriendo tener razón en su erre que erre.
“He dicho, nada más llegar, que Manolico no tenía culpa de nada—dijo Ángel con tranquilidad—pero basta que haya críos para cargarles la culpa”.
“Y entonces, ¿Quién estampo el tractor contra la pared? –dijo un Don Rafael vencido.
“La tormenta, Don Rafael. La electricidad en el aire hizo que el tractor arrancará solo y con la velocidad metida se estrello contra la pared. Luego estuvo luchando por abrirse paso hasta que se quemó la dinamo”—dijo Ángel, satisfecho de explicar el entuerto.
Los ojos de Don Rafael se encontraron con los de Manolico. Quería decir que lo sentía, pero era el amo, el dueño, así que se dio media vuelta y regreso a la casa.
Manolico cogió a su galga y se fue a buscar caracoles al huerto.
Tendría que comprarle un buen regalo el domingo en La Almunia, pensaba, mientras se acariciaba la sonrosada oreja.


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