Primer viaje en libertad. Pilares 1.974


La primera aventura viajera, sin la custodia de los padres, fue bajar el día del Pilar a Zaragoza.
La aventura empezaba durmiendo en la casa de mi amigo Jesús Martínez, dormir lo que se dice dormir, dormíamos poco, emocionados y embriagados por la dicha del viaje a la capital. Al albor de la primera luz, saltábamos de la cama para lavarnos y tras desayunar con fundamento iniciar la aventura. Recorríamos las vacías calles hasta la parada del autobús de Agreda, llegando con más de una hora de antelación. Sentados en un túmulo de grandes rocas, fumando los cigarrillos de rigor para asentar nuestra hombría, veíamos llegar a los primeros viajeros. Al ser festivo se respiraba ese aire tranquilo de la mañana endomingada, las gentes, no obstante, se movían incomodas dentro de los lustrosos zapatos y trajes de fiesta. Las cajas de cartón envueltas en hojas de periódico y atadas con cordel, contenían productos de la huerta, rosquillas y magdalenas caseras, algún pollo o conejo de corral muerto al alba para la comida en la capital. Puntual partía el renqueante autobús, tras las tuberculosas toses del diesel arranque , para su destino con todos dentro, al principio en silencio, timidamente roto después por los amenes tras el persignarse de las mujeres. Luego iba cogiendo su ritmo conversacional de calle de pueblo, llenándose de interesadas preguntas sobre parientes enfermos, la terminada recolección de la fruta, la vendimia, o los inevitables recuerdos a los ausentes. Pueblo a pueblo, parada a parada, se iba llenando de paisanos de blancas camisas y mujeres de sobria vestimenta. Los ojos se nos iban a las mozas de nuestra edad que subían acompañadas por sus padres; sabíamos que dentro de unos años, estarían con sus amigas en el baile de nuestro pueblo, esperando que las sacáramos a bailar. La entrada en la capital en fiestas era acogida con gran algarabía por los ocupantes del autobús. El nerviosismo nos hacía levantarnos antes de tiempo, provocando el enfado del chofer que había olvidado las albarcas de su niñez, ahora que lucia relucientes zapatos negros de conductor. Cual corderos en el aprisco, pugnábamos por ocupar un puesto primordial de salida . Dentro de las cocheras, los acentos aragonés de ribera, secano de Los Monegros, marcado de las Cinco Villas; se entremezclaba creando un alboroto digno de la torre de Babel. Los "qué pasa pues" pedían permiso a los "amante...taustanos", los redios a los mecachis mirando a las cajas de cartón que se obstinaban en caerse de las manos. Cuando vislumbrábamos la puerta del Carmen, la tropa se diversificaba en ríos. El rió principal tiraba para el Pilar, otro hacía arriba para la Feria Muestras, otro para el paseo de la Independencia. Nosotros, a paso forzado, subíamos hacia la Feria de Muestras. Las motos y coches era lo primero que queríamos ver, después los relucientes tractores, vírgenes de labores y polvo llamaban nuestra atención. Cargados con una bolsa de propaganda llena de prospectos y con alguna gorra de tela en la cabeza, partíamos para nuestra segunda ansiada meta: la carrera de motocicletas. Nunca sospecharía Jesús, aquella mañana, que iba a empujar al campeonísimo Ángel Nieto para volver a arrancar la Derby de 50cc que se caló delante de él. La emoción pondría roja su cara de satisfacción. Tras las carreras; la inevitable visita al Tubo para reponer fuerzas. Un caña con limón y un bocadillo de calamares en el Viña P, atestado de clientes. Luego, a comprar en las puertas del Plata la cajetilla de tabaco americano de contrabando para fumar dándonos aires mundanos a la vuelta al pueblo. Bajábamos hasta la ofrenda de flores para no tener que mentir a nuestras madres, ver a la Virgen rodeada de flores , y al paso ver las bombas sin estallar que cayeron en la guerra civil. Ya de vuelta hacia las cocheras, la compra obligada de la bandeja de pastelillos para casa. A las seis, envueltos en humo de farias y alientos de cuba libre, volvíamos por la ribera del Jalón. La gente se iba bajando en los pueblos más cansados que si vinieran de escardar viñas. La ciudad cansaba mucho por su grandiosidad, su diversidad, y porque aprovechábamos al máximo las horas para recorrerla. Cuando descendíamos en el punto de partida, cual viajeros del Orient Expres, las aventuras corridas se engrandecían en nuestras mentes de todavía niños imberbes con cigarrillo americano en los labios. Subíamos al Napoli a merendar, a contar al Sr. Pascual y a la Sra Trini, nuestras aventuras, dando cuenta con hambre de lobos de una cazuelica de callos picantes. Con tristeza veíamos partir a los de dos quintas más mayores hacia el salón de baile Las Vegas, la música de la orquesta y los bailes apretados con las zagalas. Todo llegaría, igual que había llegado nuestro primer viaje, todo llegaría. Solo era cuestión de esperar echando un rabioso guiñote a la madurez por venir.

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