Juegos de recreo 1969-1972

Los juegos de recreo se repetían todos los años y pasaban de generación en generación atendiendo a razones sin firmar ni concertar. Estaba la época de los pitones, todos los rincones tenían su hoyo para finalizar con un “Gua Felipe” que nadie sabría explicar, ni quién era el tal Felipe, ni porque era “Gua”, y si alguien lo sabe que me lo diga. Compartía terreno de tierra, el desinteresado pitoneo, con el juego al triangulo. Seguía las mismas reglas, con la notable excepción de por primera vez en la vida, apostar una perragorda dentro del triangulo labrado en la tierra. Estas monedas, donde cabalgaba triunfal el general Espartero, servían a los más mayores para comprar cigarrillos sueltos, celtas o ideales, en el estanco; los más pequeños comprábamos amarillo regaliz al tío Ruiz con su cestilla, o en la tienda del Garrones. Chupábamos el cindol con maestría de tratantes de ganado fumando Farías. En pleno auge del pitoneo, un recreo, sin venir a cuento, surgía en una esquina una partida a dos a carpetas. Todos, recogíamos los pitones, y nos congregábamos en corro para observar a las carpetas caer con energía unas sobre otras. A continuación comenzaba el peregrinaje por los cafés del pueblo para conseguir barajas viejas y sudadas con que fabricar una buena bolsa de carpetas. Al día siguiente, olvidados los pitones, todo el recreo rebullía de corrillos donde se estampaban las carpetas. Todos, ufanos como pistoleros, llevábamos a la cintura amarrada la bolsa de plástico trasparente llena de carpetas y se miraba con respeto reverente la bolsa llena a rebosar del mejor jugador, jugador que con aires chulescos se paseaba buscando un nuevo duelo. Las carpetas, para el que no lo sepa, se hacían cortando la carta en dos tiras, luego se doblaban para formar una carpeta de dos caras, una con la cara de la carta y la otra con el revés. El juego consistía en volver la carpeta puesta en el suelo de cara con un equilibrado mandoble de muñeca, al errar el tiro, las carpetas se amontonaban y el que acertaba recogía el montón y comenzaba otra partida. Luego vaciaban las acequias y comenzábamos la época de pesca de madrillas y barbos, olvidados los pitones y las carpetas, recorríamos las vacías acequias para su limpieza anual, buscando pozas donde hubieran quedado atrapadas las madrillas y algún barbo. También pescábamos algún cangrejo, pero había que meter el dedo en los bujeros para que se enganchara con la pinza y era un poco doloroso. Cuando el agua volvía a correr por las acequias, teníamos un tiempo intermedio que llenábamos con juegos de siempre: policías y ladrones, construir cabañas en la brisa, frontón, futbol en el Campo el Toro, hasta que volvía alguien a sacar unos pitones del bolsillo y volvíamos a empezar con el “gua Felipe”. También, no se me olvide, existía el ruidoso juego del burro con su manga, media manga, manga entera, ya. Las razias gamberras de llamar a las puertas, con el periódico ardiendo en la puerta y dentro alguna sorpresa que descubría tarde el vecino, cuando la apagaba con rabia con los pies. La época de la fruta, cuando a caballo de las bicicletas nos acercábamos a árboles legendarios en nuestra corta vida. El granado del portero del cine en la barriada de parcelas en la azucarera, era sin duda, uno de ellos. Conseguir una granada madura y comerla en el recreo delante de las bocas inundadas por la ansiosa saliva, era una gesta digna de recuerdo. Más cuando el dueño del granado era conocido por su mal genio a las puertas del único cine. Luego, empresa verdaderamente arriesgada, estaban las cerezas de la Sra. Rita. Cerezas rojas y dulces como ambrosia, pero guardadas con fuerte celo por su dueña. Cuando divisaba a las hordas en bicicleta, acercándose por el camino del Tejar, montaba guardia a pie de árbol. Fuerte, enérgica, teníamos que esperar ocultos a que se fuera a comprar para asaltar el cerezo y saborear sus preciados frutos. El jinjolero de Mareca, los kiwis del chalet de La Parra, algunos perales de pera de San Juan, formaban nuestros tesoros por asaltar con la inocencia de los niños que éramos. Vigilar parejas en el lavadero, era peligroso, pues sí el mozo te reconocía, podías ser tironeado de las orejas cuando más feliz y despistado estabas por las calles. También existían retazos de tiempo en que nos inventábamos algún fantasma. En la oscuridad de las tardes de invierno, creábamos historias, “aventis” que hubiera dicho el escritor Juan Marsé, donde el miedo hacia buscar a los pequeños la seguridad del brasero en casa. Historias de fantasmas con capa negra, ensabanados de blanco, a caballo por los cabezos de las cuevas.
Así pasaban los recreos de la niñez. Hasta que un día, una prima te entregaba una cartita hecha de forma casera. Dentro, generalmente, venían las anónimas palabras:
“Me gustas mucho”
Entonces comenzabas a jugar en otra liga, otra sensación llamaba a la puerta de tú joven corazón.
El juego de por vida del amor.
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