"Et in Arcadia ego"










Vivir una infancia feliz es la trampa que no tarda en atraparte. Cuando las fauces de la realidad se cierran sobre tu desvalido corazón, sientes que se cierra una puerta, que muere la alegría de la pureza y la realidad de la vida te golpea con la fuerza del rayo iluminador. El dorondón cubre tu piel y la escarcha solidifica el pensamiento, cierras los ojos y solo así recuerdas tú tiempo feliz en un mundo perfecto. Todo se movía en una lógica exacta, cada personaje cumplía su cometido como el segundero de un reloj suizo. Incluso la muerte del cordero, la perdiz, la liebre, eran bellas por naturales e inherentes al pequeño mundo de los primeros e inseguros pasos. Las estaciones bailaban la coreografía que imponían los vientos: el cierzo silbando en la chimenea, el moncaino cortante como estilete de hielo, el vierto de la sierra que enervaba los sentidos, el bochorno estival que propiciaba la bendita y silenciosa siesta. La fragancia de los rastrojos tras el rocío de la noche, la savia de los pámpanos de las viñas convirtiéndose en granos de dulce uva, el ligero tamo que dejaban a su paso los rebaños de ovejas capitaneados por el tan-ton-ton de los trucos de los machos cabríos. Algún fandango cantado por bajinis en la boca de un jornalero de paso, triste ojos empañados por la ausencia de sus seres queridos. La cocina de leña con sus gorgoteos de puchero casero y su agitado gato en la ventana esperando su ración. Sí, un mundo perfecto a las puertas de desaparecer con el primer beso de niña, el primer bofetón del maestro, la primera lección de la doctrina, la intrusión del concepto del pecado. El dorondón cubre mi piel y la escarcha hiela mi pensamiento, solo con cerrar los ojos, escucho los balidos de los corderos en el ricio primaveral.

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