El secreto del olivo 1969-1985

Corría el año 1969, corría que se las pelaba, tanto que el hombre había puesto el pie en la Luna. Mi padre, con renuencia aragonesa, exclamo:
“Sí, claro. Otra película americana.”
Norteamérica estaba en boca de todo ciudadano del mundo. Y no solo porque mantenía una impopular guerra en el sudoeste asiático, Vietnam, que le estaba minando la salud imperial. También habían hecho acto de presencia, cual flores de primavera, unos melenudos descalzos que predicaban el amor libre y el no a la guerra. La primavera del 67 nació el movimiento hippie en San Francisco, dando paso al verano del amor, flores y paz, amor y anarquía, palabras hermosas que dejarían de ser vistas con benevolencia por el star-system cuando un fanático mesiánico, adicto al acido lisérgico, mando a sus acólitos a asesinar famosos por las colinas de Hollywood. La masacre de la familia Manson finiquito la inocencia del flower power.
Pero en la España de mis amores, todavía existía la Ley de Vagos y Maleantes, así que cualquier imitador de los chicos de Liverpool, Los Beatles, corría el peligro de ser rapado sin miramientos por cualquier barbero de guardiacivelero mostachón. A los zagales nos daban el vasito de leche en polvo americana proveniente del plan Marshall, a la hora del recreo. Con la amenaza del raquitismo y la desnutrición, nos hacían tragar el imbebible mejunje que sabia a horchata aguada de almendras amargas. En contraposición, las primeras americanas de la Base U.S.A, esposas e hijas, se paseaban por el pueblo luciendo unas minifaldas de quítame el meneo que me mareo. Valkirias de largas piernas, cara pintada como arcoíris, envidia y provocación para las muchachas autóctonas que no tardarían en imitarlas y superarlas, pues ya lo dice la canción “la española cundo besa…” cuando besa y cuando se pone la minifalda, pues se pone la más corta y se pinta que ni Van Gogh en plena fiebre esquizofrénica. Eso sí, las minifaldas super cortas se llevaban con braga-pantalón creando una combinación, perdónenme el ripio, más desalentadora que efervescente, como abrir una puerta y darte de narices con otra. Los yanquis, gringos, pelo pinocha; creyéndose estar en un rodeo en Nashville, eran la atracción mayor de las fiestas patronales. Las costaladas y volteretas que les daban las vaquillas en la plaza de toros eran de antología cantinflera, pero eran de buena pasta, sonrientes por no tener a “charlys” emboscados en los burladeros, pasaban enormes botas de vino a los paisanos y reían como los niños que eran, aunque les crujieran las costillas de las costaladas.
Todo esto ocurría en el pueblo, que es como decir, en otra vida.
En la finca seguíamos con las cosechas de trigo y cebada. Había contribuido a la recolección engrasando las rojas “Fhar” alemanas en las aún frescas mañanas del incipiente verano. Me gustaba subir a los mandos. Don. Rafael me dejaba conducir entre sus rodillas, sujetando el volante, fija su mirada en el corte para levantar las cuchillas si divisaba alguna piedra. Las tolvas llenaban sacos de dorado trigo que se descargaba en los remolques. Los peones trabajaban con tesón, sus brazos membrudos manejando sin parar los sacos de arpillera y las cuerdas recias. Cuando se cansaba, Don Rafael paraba la maquina cosechadora, descendíamos por la escalerilla y en el coche volvíamos al caserío. Eran días de rojizo gazpacho, anchoetas en ajo y perejil bañadas en aceite y vinagre. Cerveza “El León” bien fría y las cortinas echadas para mantener al furioso sol a cierta distancia. En la radio-tocadiscos sonaba algún disco de música clásica: Mozart, Sibelius, y si estaba de buen humor alguna ópera italiana de Verdi: La Traviata o Aida.
Los días de recolección terminaron a mitad de junio, poco antes de mi cumpleaños. Uno de los regalos que recibí el día de mi onomástica fue una navajita de pequeño tamaño con una Virgen del Pilar sobre el nácar de la empuñadura. Mi padre mató un cabrito de veintiocho días, que mi madre horneo con doradas patatas en el horno de leña. Todos los empleados de la finca recibieron su plato lleno a rebosar y me expresaron su júbilo felicitándome efusivamente. Era sorprendente ver la risa en sus rostros, tras vaciar sendos vasos de vino clarete, sus caras rojas y sonrientes me descubrían nuevas facetas que no conocía, acostumbrado a sus duros rostros centrados en la faena. Todo el mundo con el estomago lleno a rebosar durmió una merecida siesta. Mi padre acompañó a los peones a dormir sobre una manta a la vera del pozo, lugar más fresco del árido contorno. Mi madre me acostó en mi cama y cerró los postigos para que la penumbra me aliviara del fuerte calor. Cuando la calima perdió fuerzas , una sensación vespertina de calma invadía los sentidos. Los hombres aletargados por el bochorno, despertaban a la vida. D
Don Rafael, salió de su habitación ronroneando su mantra de los días felices:
“Um, munmu, min, um, munmunmo”
S e calzó el sombrero panamá y dijo:
“Sara, prepara la cesta de la merienda. Nos vamos a la Calderuela”.
Mi madre dispuso lo necesario en la maleta de mimbre que contenía un equipo completo de picnic. La excursión debía estar hablada de antemano, pues una fuente de emparedados Wally fúe introducida en una merendera y una medía sandia sonreía en el capazo auxiliar.
Subimos al coche, Tarzan el setter irlandés subió con mi madre detrás, y partimos camino arriba hacia La Calderuela. Aparte del Santuario de Rodanas, las antiguas minas, la fuente de La Teja; pocos opciones había para una excursión en toda regla. El barranco de La Calderuela descendía desde las antiguas minas y servía de desaguadero para las lluvias del interior del valle minero. En dicho barranco crecían numerosas higueras de higos blancos y negros llamadas brevas. También había un granado y una morera, así como retorcidos almendros que guardaban las orillas de los campos de cultivo.
Bajemos del coche, mi madre extendió la manta escocesa y dispuso la merienda. Don Rafael se encaminó camino arriba con su bastón. Como no me había llamado, decidí dar rienda suelta a mi libertad y corrí por el barranco con Tarzan ladrando alborozado. Seguí los recovecos y meandros del barranco, me comí unas sabrosas brevas, y de repente, me encontré enfrentado a un solitario y gran olivo. Su rugoso y retorcido cuerpo invitaba a la escalada a sus ramas, subí y justo buscar para encontrar un corte de poda que reunía las características que buscaba. Saque mi flamante navajita y comencé la labor de tallar mi nombre y fecha de mi cumpleaños. Mi madre me llamaba con insistencia, así que termine mi recordatorio de tan señalado día, contemplé mi obra unos segundos quedando satisfecho de mi esmerada caligrafía. Bese la imagen de la Virgen, la guarde en el bolsillo de mi pantalón corto y me dispuse a descender al suelo. Bajaba con sumo cuidado, cuando mi pernera para evitar la caída se apoyó con fuerza sobre el tronco. Al descender pegado, el roce hizo salir a la navajita de mi bolsillo. Libre de ataduras se dejo caer para ir directa a introducirse en un agujero del tronco que se adentraba oscuro hacia su interior. Por mucho que lo intente, mi mano se introducía inútilmente sin llegar al fondo donde descansaba la navaja. Ante la insistencia de mi madre, regrese con ellos para dar cuenta de la merienda. Anochecía suavemente, las montañas grises se marcaban de sombras y el sol se ocultaba en los riscos dejando luminiscencias cárdenas y purpura. Escuchando cantar jotas a mi madre, regresemos al caserío.
Nadie volvió a preguntar por la navajita, acostumbrados a mis perdidas o regalos. Cayó, como se dice vulgarmente, un tupido velo sobre la idea de su existencia.
Pero en mis sueños infantiles siempre estaba presente aquel interior de árbol bendecido por la Virgen. Cuando llovía torrencialmente, la veía inundada pero protegida por su baño de acero inoxidable. En horas muertas de invierno, al amor de la chimenea, pensé en innumerables maneras de rescatarla: colgando un pequeño imán de una cuerda, pensé que podría extraerla de las profundidades del tronco.
Pero el tiempo pasó veloz. Se sucedieron los años con sus nuevos regalos, escuelas, vivencias. Tan solo en mi interior sabía de la existencia del árbol sagrado. Pegue un estirón salvaje y me convertí en un zanquilargo muchacho de catorce años. Al año siguiente, mi primera moto y mi primer amor. Cuando lleve a mi rubia princesa al árbol sagrado, no comprendió nada, pero me juró amor eterno. Todo lo eterno que se divisa desde los quince años.
Pasaron los años, las novias; pero el árbol siempre estaba allí con mi tesoro dentro.
Hice la mili, me enamore como nunca me había enamorado. Partiendo de un sueño inalcanzable, logré una feliz realidad que me colmaba de dicha. En medio de tanta felicidad, me olvide de mi ofrecimiento y promesa ante el árbol. Nunca la lleve a su oculto altar, nunca le pedí juramento de amor eterno, pues, siempre pensé que era para siempre.
Cuando todo termino, dejando mi vida en la cuneta, llevándose mis esperanzas de futuro, recordé mi árbol.
Un amanecer de domingo invernal, borracho, sin dormir, cogí el coche y llegue a sus pies. Baje del coche entre la fantasmal bruma, contemplé los chupones de escarcha que adornaban sus ramas muertas y con rabia metí la mano hasta el fondo. Allí estaba mi navajita de cumpleaños; dieciséis años después. Allí estaba esperándome con la paciencia de lo sagrado y eterno. La limpie de suciedad con mi pañuelo contemplándola a la neblinosa luz. Cuando la lleve a mis labios para besarla; salió el sol entre los jirones de niebla.
Antes de estampar el primer beso, brillaba con toda la paz que nos trae de la mano la esperanza. La guarde en mi bolsillo, me dirigí al Santuario, y en completa soledad, la volví a introducir en un hueco de olivo, negro y profundo.
Antes comprobé que mi mano no llegará al fondo.
Antes de estampar el primer beso, brillaba con toda la paz que nos trae de la mano la esperanza. La guarde en mi bolsillo, me dirigí al Santuario, y en completa soledad, la volví a introducir en un hueco de olivo, negro y profundo.
Antes comprobé que mi mano no llegará al fondo.
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