El relojero que perdio al tiempo de vista
Nadie sabía de dónde había venido. Acompañado por su anciana madre llego al pueblo y alquilo una vieja casa en la calle de bajo Palacio. En una amplia ventana puso un marco con cristal, en el hueco unas estanterías llenas de relojes de pulsera, despertadores de cuerda y a pilas. Un cartelito a rotulador con buena caligrafía ponía:
“Se arreglan toda clase de relojes y despertadores”.
A nosotros nos imponía cierto respeto su alta figura, su semblante serio y concentrado, sus ojos como perdidos en otra realidad. A nosotros, la chiquillería de la escuela, todo lo nuevo nos parecía atrayente. Que en la calle amplia de tierra custodiada por moreras, donde después de la lluvia jugábamos nuestras carreras de barcos de papel, se hubiera instalado un relojero, no dejaba de ser sorprendente. El pueblo tenía su relojero, por supuesto, era un pueblo grande y tenía su buen relojero. Julio, vecino de mi tía Teresa, era un hombre apreciado y respetado, siempre dispuesto a la risa y la broma, a pesar de ser impedido de las piernas y recorrer las calles en silla de ruedas. Nunca solo, pues su buen carácter le confería un acompañamiento numeroso en su recorrido por los bares los días de fiestas. Tenía en su casa un escaparate bajo, casi a ras de acera. Era curioso ver a los mayores inclinados para ver los relojes. Las mujeres jóvenes miraban a ambos lados antes de inclinarse, pues sabían que al inclinarse remarcaban la grupa para deleite de los apostados a las puertas del bar Napoli y el café Avenida. A alguna no le importaba la expectación formada, se inclinaba con gracia y salero, escuchando sin hacer caso, los silbidos de los mozos ociosos que hacían guardia. Estas eran llamadas frescas, sino algo más fuerte, pero eran muy solicitadas en el baile del domingo porque no les importaba apretarse en las canciones lentas. Julio, cuando hacia buen tiempo, se sentaba a la puerta y conversaba con los que pasaban y echaban un rato de conversación con él. Nadie entendía el motivo de la venida de otro relojero. Pero ahí estaba plantado a la puerta de su casa, esperando clientes con sus penetrantes ojos perdidos.
No tardo en levantar la liebre, como dicen mis paisanos. Salía un día de casa de mis tíos Daniel y Teresa, ocupado en mondar una mandarina, cuando un grupo de alborotados chavales pasó corriendo en dirección a bajo Palacio.
Gritaban:
“El relojero nuevo, el relojero nuevo. Se ha vuelto loco. El relojero nuevo se ha vuelto loco”.
La verdad, era todo un acontecimiento, que alguien manifestara de puertas afuera su locura o enajenación mental. Perturbados había algunos, para que vamos a ocultarlo, pero cuando se encontraban mal, eran ocultados por la familia hasta que recuperaban la normalidad. Así que un espectáculo de puertas a fuera, congregaba su buen público.
Decidido me uní a mis amigos que se encontraban apostados bajo la sombra de las moreras, enfrente de donde provenía la fuerte voz. Pues se trataba de una voz fuerte que despotricaba contra ciertas cosas y situaciones. El asunto iba, más o menos, así:
“Explota chochos. La fábrica de las gabardinas es una explota chochos. Justicia social para las mujeres. Abajo los explota chochos”.
Saber, lo que se dice saber, sabíamos lo que era el artículo que se explotaba. El que más y el que menos había jugado a médicos con las chicas. Pero lo de la explotación no lo teníamos muy claro.
Cuando vimos que por la churrería venía la pareja de la guardia civil escoltando a Don Gilberto, el médico, echemos a correr, desperdigándonos como bandada de codornices al primer disparo de escopeta.
Don Gilberto era tenido por una eminencia de la medicina. Tenía un ojo clínico, decían. Te miraba fijamente con su estrábico ojo, automáticamente, sabía el mal que te hacia sufrir. Aunque más famoso era por sus atropellos de mesas y sillas del bar el Ruedo. Al tener ese ojo tan apreciado para la medicina, su facilidad de conducción se le enturbiaba con un ángulo muerto. Los parroquianos de la terraza al verlo aparecer, súbitos se levantaban y se ponían contra la pared en posición de firmes, descubriendo sus cabezas de gorras y sombreros, saludando con respeto, eso sí, aunque luego se tronchaban de risa.
La bochornosa situación se repitió varios días. Unos decían que cuando había viento sierra, que era el habitual perturbador de las conciencias; otros decían que el relojero nuevo había perdido su tiempo de vista, a pesar de estar rodeado de relojes.
El caso es que un buen día, al pasar por su escaparate, los relojes y el letrero habían desaparecido. Fue después de una visita del Gobernador Provincial, en que por precaución, lo tuvieron recluido en el cuartelillo, pues había amenazado con denunciar a los explota chochos.
Se fue como había venido, sin avisar y sin decir adiós. Dejo, inevitablemente, una serie de chascarrillos sin importancia que con la distancia del tiempo fueron aumentando para mantener la atención sobre el suceso. Nunca más se supo del denunciante de explotación obrera femenina. Aunque por mucho tiempo, a la fábrica de textiles se la llamo vulgarmente
“La explota chochos….
A lo mejor, llegada la democracia, hubiera sido un buen representante sindical. Pero es que nunca debemos perder el tiempo que vivimos de vista, para ese reloj, no necesitamos relojero alguno. Solo permanecer atentos y abrir mucho los ojos. Abre tus ojos....
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