La mediterraneidad





Los gallos cantan al alba, viejos amigos, se desean buenos días unos a otros.
El aire lleva el perfume del salitre y la sal. La fragancia de la higuera me envuelve mientras oteo el verde horizonte y el fondo plateado comienza a irisar estelas de brillos marinos. Un café, unas galletas de avena, pasa en bicicleta la hermosa muchacha de la panadería.
-“Bon día, tú”
-“Bon día, alota”
El gato vuelve de sus correrías nocturnas. Se refrota en mi pierna, disimulo, se aleja unos pasos, me mira sagaz.
Me levanto, cojo el pienso, un poco de agua. Me mira, acaricia mi mano generosa “sabía que no me olvidas” me dicen sus amarillos ojos.
Abro las ventanas, la pesadez del sueño huye perdiéndose como una bruja ante un misal, hoy toca lavadora. El hombre que ha superado su ansiedad pone la radio del baño, se mira en el espejo para afeitarse mientras oye los desastres humanos, la codicia reinante, la rapaz usurpación de la felicidad natural en aras del materialismo. Después la ducha, Moussel de Legrain, casi se desmayo cuando lo vio en la estantería de la tienda de la alemana. El fragante gel que de niño envolvió sus dominicales baños. Mientras frota su cuerpo se siente trasportado a un lejano lugar, lejos del mar. Una tierra árida pero generosa que llena su momento de emoción. Envuelto en la fragancia de su niñez, se viste para ir a la compra. Pasa mucho de comprarse ropa, prefiere comprar libros, pero la escasa vestimenta es elegida con coquetería y combinada en su humilde condición. Un vaquero limpio, una blanca camisa, sus botas limpias. Coge el senalló, lo cuelga de su hombro y sale al encuentro de la fruta, los peces frescos, las patatas rojas como la tierra de esta isla amada. El aire primaveral es sutil, como un ala de mariposa acaricia su rasurado rostro. La jardinera argentina se está liando un cigarrillo:
- Ey, Tasio. A la compra.
-A la compra, que remedio.
-Bon dia, maco.
- Bon dia, guapa.
Entra en las calles donde las cajas de tomates, verduras, frutas llenan la acera.
Una dorada de ración, una ensalada, queso de cabra fresco pages, unas fresas maduras.
-Hombre, si has vuelto a traer Don Ramón, vino de Fuendejalón, al ladico de mi pueblo.
Una ráfaga de recuerdos pasa veloz por su mente. Bailes en plazas de pueblos, muchachas llenas de vida, coloradotas como manzanas, la infancia en su tierra…
Vuelve a casa, tiende la ropa lavada, recoge un poco, planifica el día. Se sirve vino rojo, un trozo de queso fresco,
¡Qué bien casan mis dos tierras ¡ se dice satisfecho.
Pone la tele digital. Aragón está en satélite. Pueblos a vista de pájaro. Cuanto le gustaba a su padre recorrer los pueblos de la guerra: Belchite, Almonacid de la Cuba, Sastago, Bujaraloz, Leciñena. Con su voz pausada de hombre del campo, le explicaba a su hijo, en el coche nuevo, sus batallas, sus recuerdos imborrables de una guerra entre hermanos que marco su vida para siempre. Empieza a preparar la ensalada, preguntándose: habrá algún día una mano fuerte pero delicada que tire de mí, que me arrastre a mi querida tierra, que borre el recuerdo de tantas humillaciones, que cure a besos las heridas aun abiertas. El hombre que ha trabajado en la construcción con encofradores del hierro de Cuenca, albañiles duros extremeños, yesaires risueños alicantinos; el recio aragonés de más de metro ochenta y cien quilos de peso, se siente débil, deshabitado, viendo las calles de su ciudad.
Tras una siesta en el mullido sillón, coge la bicicleta y se va a dar una vuelta hasta Es Cap. Marianet, el vell, a sus 96 años está cortando tiras de pescado seco para ensalada. El hombre para la bici:

“Com va, Marianet”

El arrugado pero enérgico viejo lo reconoce:

-Bona tarda, mañico.

Le reconoce como el albañil que lo acercaba al colmado y esperaba tomándose una cerveza a que comprara para llevarlo de vuelta a su casa. Tembloroso se levanta y a pasos lentos se dirige a la casa. Vuelve con un botellín de fría cerveza, un tomate, un cuenco de aceitunas con hinojo. La pagesa curiosa asoma sus noventa y tantos años por la puerta. Marianet tiende la cerveza, un puñado de tiras de pescado seco, abre el tomate, ofrece la mitad y se lleva a la boca el resto. Salud, dice. Salud, Marianet. El hombre contempla los ríos de arrugas de su frente. Recuerda cuando llegó a la isla, solo, a empezar la reforma de una casa de doscientos años. Marianet se acercó curioso, preguntó por la obra y se puso a contarle la historia de la casa de los Mudos. Aquella casa presta a ser remozada había sido habitada por tres jovenes que a temprana edad se quedaron huerfanos. Dos hermanas y un hermano, los tres mudos. Él pastoreaba un pequeño rebaño, ellas se ocupaban de la casa. Los domingos se reunian para tañer guitarras y bailar en la circulaidad de la era, todos los vecinos de los predios acudían a la cita dominical del baile en la casa de los mudos. Marianet contaba como un muchacho que había nacido en la Mola, allá arriba, se enamoró de su mujer en el baile de San Juan. Las piedras que le tiraban los pretendientes de las cercanías cuando bajaba a festejar. Me conto los años del hambre, la pobreza extrema, su trabajo a jornal en las salinas. Hablo de hijos que marcharon a Venezuela. Que volvieron con dinero para comprar tierras, una mula, casas en el pueblo. El hombre recuerda, pero lo dicho, dicho está. Se termina la cerveza, se despide y sigue su camino por el camino Alegria hasta Torrent de S´Alga. Llega, se sienta en su banco de recia madera y observa a los pescadores trabajando en las redes. Sus ojos se pierden por las casetas, las barcas varadas, los faroles, redes. El mar, siempre el mar como presencia azul. Lee unas páginas, pero su vista reclama poderosamente llenarse de azul. La tarde decae, Venus aparece en el firmamento. Los azules se condensan, cansados de dar brillo reclaman su descanso. El hombre llega al bar de Es Cap. Hilario cierra el colmado, y con su mujer van a tomar una merecida cervecita. El hombre que a su llegada lució sombrero, chaleco, ropas blancas, es reconocido por los viejos hippies. Eric el moluqueño guitarrista, como siempre está contando un chiste, se detiene y ante el hombre, vuelve a comenzar el chiste por el principio. Guille, el holandés levanta su cerveza y saluda, Yanny el alemán, sonríe. Las mujeres están hablando sus cosas bajo la enramada. El hombre pregunta, invita; antes de que lo líen, y paga, a bordo de su bici vuelve a casa. Un poco de queso, un vaso de vino, unas nueces. Enciende una varita de incienso, enciende el ordenador, algo de Astor Piazolla, revisa el correo. Una mujer le habla de su domingo, su vaso de rosado, su cigarrillo, sus hijos y su marido disfrutando del deporte dominical. El hombre sonríe, se siente bien con esta correspondencia, él que no esperaba nada de su pasado, ahora vuelve para darle fuerzas, sueños, ilusiones. Está cansado, la cara le arde por el sol primaveral, o será que le suben los colores como en los años de la tierna inocencia. Un hombre que fue un niño espigado, sonrisa picara , decían que hasta guapo, piensa en escribir su tranquilo existir. Tratar de explicar a esa mujer que escribe desde los estadios de la prisa, el estrés, la velocidad de las autovías, como de paciente espera sus palabras. Sus dulces recuerdos, él esta pacíficamente instalado esperando sus próximas palabras. De uno de sus ojos cayó una lagrima, salina y tan grande que en ella cabía un mar de esperanza.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Pongo estos seis versos en mi botella al mar
con el secreto designio de que algún día
llegue a una playa casi desierta
y un niño la encuentre y la destape
y en lugar de versos extraiga piedritas
y socorros y alertas y caracoles.
Para que no pierdas nunca tu pícara sonrisa
THESLF ha dicho que…
Mucha fuerza hermano, salud.
Que guapa es la vida en bolas, tirado en la puta arena donde se cobijan lo seco y lo mojado.

Agur y bon dia

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